Roberto Juarroz, el cultivador de grietas

Alberto Trinidad nació en Barcelona el 25 de noviembre de 1975, es autor de las siguientes novelas publicadas: Minorías de uno, El Arquitecto de Atmósferas, El Cirujano del Cielo y Amanecer, nadie y tú, y de otras siete que permanecen recluidas en un cajón de su ordenador. Escribe poesía desde 1991, pero no ha sido hasta este año, 2017, cuando ha decidido publicar algo en este género: Taquigrafía del silencio, una antología de sus últimos poemarios. Actualmente, permanece en vilo

Hace algún tiempo, más del que ahora me siento capaz de calcular, leí o escribí en una novela, en boca de su personaje protagonista, una descripción quimérica de la felicidad. Dicho personaje, llamémosle Andrea, en su búsqueda por escapar del mundo hostil, de su realidad constringente, se propuso la utópica tarea de vivir de forma ininterrumpida sumergido en la obra de sus artistas predilectos. Veinticuatro horas (incluyendo, claro, las del sueño, territorio sembrado de trampas) encadenando sin solución de continuidad películas, libros, canciones y exposiciones con las que sostenerse al margen (o mejor dicho oculto) de las dañinas percepciones sensoriales y lingüísticas de la realidad circundante (terrorífico cerco de dolor).

Se trata de una idea que me ronda la cabeza desde hace semanas, que me tienta poner en práctica; ahora, que este simulacro que nos envuelve se me hace insufrible, que casi ya ni se me ve cuando paseo por las calles de mi ciudad, que casi ni se me escucha cuando pronuncio las palabras medidas con las que me dirijo al hombre. Me ronda y me tienta ese excitante movimiento de sumergirme en el inaprensible océano ambulante del arte (verdadero) para no salir jamás. Desaparecer así del mundo para reaparecer en la vida. En la única vida posible, desprovisto incluso de mí. Abandonarnos para entregarme solamente al diario en el que consignaré este viaje de vida, esta inmersión a los territorios ocultos donde se esconde el sentido como un tesoro olvidado por el hombre. Territorios de fuga en los que me adentro, ensamblándolos, para no dejar ni un resquicio libre por el que respire el descalabro fantasmal, el cementerio sonámbulo que es el mundo de las apariencias, la realidad unívoca y logocéntrica en la que perece el ser humano.

Un salto que debe haberse realizado antes de que uno piense en ello: hay viajes que no pueden iniciarse nunca porque han sido iniciados desde siempre. Así que aquí estoy, habitando el primer Territorio de fuga que registraré en este diario, cuaderno de bitácora de nadie, asomado al abismo vertical de la poesía de Roberto Juarroz.

Y no podía haber sido de otra manera. Porque uno solo puede adentrarse en los versos del poeta argentino si previamente lleva a cabo un sacrificio, en un acto muy similar al que acabo de describir. La poesía de Juarroz solo puede entenderse partiendo de ese sacrificio de uno mismo, del suelo que lo sostiene sobre el decorado aparente de las certezas de la Divinidad, teológica o positivista, da lo mismo. “Quien profundiza el verso escapa del ser como certeza, encuentra la ausencia de los dioses, vive la intimidad de esa ausencia, se hace responsable asumiendo ese riesgo” (1).

Sacrificado, como un espeleólogo de ese abismo que significa la poesía vertical de Juarroz, con la única luz de su voz para alumbrarme, me adentro en esta sima cuya dirección es hacia todas partes, porque su verticalidad abole las distancias, los asideros, los caminos marcados, y me instalo en el primer término de aquella metáfora trunca que lo hizo mundialmente conocido: “El mundo es el segundo término / de una metáfora incompleta, / una comparación / cuyo primer elemento se ha perdido” (2). Porque toda su poesía es un intento incesante e inacabable de escribir ese primer término, de recrear, en esa ausencia original, qué es lo que era como el mundo.

¿Y qué es eso que hemos perdido y nos ha dejado tan solo el reflejo fantasmático de un espejo enfrentado a la nada?, me pregunto mientras leo, mientras siento la presencia femenina de una silueta recorriendo a mis espaldas las grutas oscuras de esta otra noche. Hemos perdido el origen, me responde la voz de Roberto. “El punto central de la obra es la obra como origen, el que no se puede alcanzar, el único sin embargo, que vale la pena alcanzar” (1). El origen del mundo es el origen inaccesible de las palabras, del lenguaje “en el que la vida experimenta la nada” (1). Pobrecitos los seres humanos hablando sin poder parar de hacerlo para no decir nada, o, lo que es peor, para aniquilar, asesinar aquello a lo que nombran. Es preciso, pues, que el lenguaje literario, la poesía, ponga en evidencia este holocausto, ya que es en su ámbito donde se pone de manifiesto la distancia que opera entre el lenguaje y su referente, entre la palabra y la cosa. Al hacernos presente esta distancia, nos hace conscientes del vacío que impera en esta relación, es decir, del hecho indiscutible de que al nombrar una cosa, al transformarla en signo lingüístico y relacionarnos ya solo con el signo, alejamos eternamente a la cosa, la aniquilamos. Roberto Juarroz toma el relevo entre otros de Mallarmé y contrapone el lenguaje poético al lenguaje bruto y comercial donde se produce el olvido del ser, tal como nos dijo Heidegger. La poesía es el lenguaje que se encarga de despojar a las palabras de su signo, de su referente, de despojarla por lo tanto de mundo, marcando con ello su ausencia, sancionándola. En esta otra noche (morada del primer término de la metáfora trunca) “cuando todo ha desaparecido, (…) «todo ha desaparecido» aparece. (…) Lo invisible es entonces lo que no se puede dejar de ver, lo incesante que se hace ver” (1) gracias al poema dibujado en esa noche como una silueta de ausencia, solo sugiriéndola, concentrando en ella la desaparición del que la escribe, del que la lee… Porque se trata de un lenguaje que no remite a nada más que a sí mismo, un lenguaje que no puede comprenderse ni aprehenderse, compuesto de palabras errantes en un espacio que las centrifuga de su signo (aquello que les confiere significado), que las sitúa siempre en el afuera de la farsa de las representaciones, incomunicables, pero a un tiempo arrojadas asintóticamente al corazón mismo del que nacen, a su más profunda e inexpresable intimidad. Allí donde mora el ser (“la poesía es la casa del ser”, dijo Heidegger), donde este se revela sin ser desvelado, tal como describe la Aletheia heideggariana. Por eso “el poeta es el que entiende un lenguaje sin sentido” (1).

Roberto, balbucea con la voz afónica de tus manos ese lenguaje sin sentido para que pueda dormirme esta noche tranquilo en los brazos de la nada.

"Escribir un poema sobre nada,
donde puedan flotar todas las trasparencias,
lo que no conoció nunca la condena del ser,
lo que ya lo abandonó,
lo que está por empezar
y tal vez nunca empiece.
Y escribirlo con nada o casi nada,
con la sombra de las palabras,
los espacios olvidados,
un ritmo que apenas se destaca del silencio
y un silencio acotado en un punto
por detrás de la vida.
Un poema sobre nada y con nada.
Quizá todos los poemas,
pasados, futuros, imposibles,
puedan caber en él,
por lo menos un instante cada uno
como si descansaran en su forma,
en su forma o su nada." (2).

Una voz, que me llama por el nombre que nunca tuve pero que es el único que puede nombrarme, me despierta en la noche. Escondida en la oscuridad, tras una espalda que no atino, me nombra sin lenguaje y me pide que la siga (aquí que no hay nadie ni nada). Sin verla todavía me lleva a una grieta. La morada de la poesía de Juarroz se compone también de grietas. “El poeta es un cultivador de grietas. Fracturar la realidad aparente o esperar que se agriete para captar lo que está más allá del simulacro” (2). ¿Qué se ve a través de las grietas que minuciosa y pacientemente cultiva Juarroz mientras escribe? Sin duda, lo único que merece la pena mirar, aquello por lo que hemos sacrificado todo, aquello que no podremos poseer nunca porque solo siendo poseídos por ello puede existir, si es que la propia existencia cabe en esta experiencia. “Al mismo tiempo que brilla para extinguirse el escalofrío de lo irreal convertido en lenguaje, se afirma la presencia insólita de cosas reales convertidas en pura ausencia, pura ficción, lugar de gloria donde resplandecen «fiestas a voluntad y solitarias»” (1). Porque como bien decía nuestro poeta: “La poesía es el mayor realismo posible” (2). Aquella que denuncia la estafa de la realidad para topografiar el abismo que revela su desmoronamiento. Juarroz merodea la realidad, se aproxima a ella y utiliza el eco de su voz como un cincel para fracturarla, insistente y pacientemente, para crear grietas por las que se cuela y a través de las cuales sanciona su fragilidad, su deleznable composición. Se convierte a sí mismo en ruptura, en la brecha misma que sirve de no-puente entre un mundo estable, con fundamento, donde Dios o la Razón o el Lenguaje o el Pensamiento derivado de ese lenguaje construyen las pautas unívocas y falsas con las que ser un hombre en un mundo sonámbulo; y el abismo, la otra noche, el origen como ausencia, el vacío… que, en tanto que vacío, está lleno de todas las posibilidades, lleno de infinito. Ese lugar inaccesible que te expulsa cuando estás en él, pero al que es posible entregarse en forma de ausencia. “El último paso, / la perfección del diálogo, / consiste en convertirse uno mismo en ausencia” (2).

Ese lugar, excedente de vida (de realismo), que Juarroz le arranca a la realidad moribunda, donde se ha asomado para cartografiarlo, para entregárnoslo veladamente. “La profundidad no se entrega de frente, solo se revela disimulándose en la obra” (1). Se entrega susurrándola, apenas como un balbuceo reconstruido con las esquirlas de palabras quebradas, con el tuétano milagrosamente esparcido de unas palabras liberadas de sí mismas, de la pesada carga de la expresión con que han sido torturadas durante siglos de anquilosada literatura carcelaria. “Y hablar entonces con fragmentos, / hablar con pedazos de palabras, / ya que de poco o nada ha servido / hablar con las palabras enteras” (2).

Como un centinela del silencio, Juarroz ha retrocedido al manantial ausente de donde nació el lenguaje, y en ese pozo, en ese dogal que no limita ni estrecha espacio alguno, aguarda con el gesto de su mano intacto la inesperada melodía del silencio. “Desbautizar el mundo / sacrificar el nombre de las cosas / para ganar su presencia” (2). Aludir a lo que no existe para hacerlo aparecer desde su ausencia. Fundar un nuevo mundo, una nueva relación con las cosas y con un uno mismo, contigo y con el amor, un nuevo lenguaje, por tanto, partiendo de ese proceso de desnombramiento: «Al principio de todo fue el no-verbo, el anti-signo». Revertir la metáfora trunca de forma que lo que nunca haya existido sea el segundo término de la metáfora: el mundo, esa presencia sonámbula que nos asfixia con su exceso de entes fantasmáticos. Hacerlo a través de interrogantes y no de afirmaciones, porque su poesía está hecha de preguntas y no de respuestas. “La respuesta es la tragedia de la pregunta” (1). Dejar permanentemente abierta a la noche, al pozo, a la poesía, como un signo de interrogación cuyo curvo trazo se retuerce hacia sí mismo igual que una espiral que no acaba nunca. “La creación no es una comprensión, es un nuevo misterio” (3). Y solo manteniendo ese misterio vivo, ese enigma permanentemente sembrado en la tierra virgen del vacío, podrá brotar, como un insólito sol nocturno, el bosque de silencio que nos pronuncie sin palabras. “Solo la voz vacía / puede decir el salto inmóvil / hacia ninguna parte, / el texto sin palabras” (2).

Ha llegado el momento de dejar de decir «yo». Los pasos de la que me merodea desde que he llegado aquí se articulan como una sintaxis imantada. El sacrificio se ha consumado y deletreo un lenguaje otro en la voz de Roberto. En esa voz en que, nadie que se haya conmovido ante ella, podría intentar dejar de zambullirse. Ha llegado el momento de dejar de decir «yo». Por eso Juarroz enunciaba la mayoría de sus poemas desde un «nosotros» impersonal, o desde perífrasis verbales de obligación con las que impelía a nadie en concreto (a todos) a desarticular las cadenas de la prisión de nuestra mirada, de nuestros gestos, de nuestros pasos. “Hay que dejar que se forme en uno mismo / el negativo de su imagen” (2).

Dejar de decir «yo» y sucumbir a la paradoja a la que se enfrenta cualquier verdadero escritor (lector) contemporáneo. Lo hemos explicado ya. La obra, la obra como origen, el poema, permanece inaccesible al lenguaje, pero solamente puede accederse a ella encarando la palabra escrita. Es la tragedia órfica que nos conduce al suicidio, a la locura…, a la cárcel. Foucault decía que el lenguaje excluido de la locura es el mismo que el de la literatura. “Yo deliro y yo escribo convergen” (4). Orfeo, el poeta, desea entregarle su canto a Eurídice, en tanto que poeta, pero si lo hace, Eurídice, la obra, desaparece. Y si no lo hace, si lleva a cabo el movimiento contrario, igualmente la pierde, porque fuera de la noche no existe posibilidad de obra, de canto. “No quiere a Eurídice en su verdad diurna, (…) quiere verla no cuando es visible, sino cuando es invisible, (…) no hacerla vivir, sino tener viva en ella la plenitud de su muerte” (1).

Juarroz, equilibrista, nos invita a una obra que es paradoja en sí misma. La poesía que “es el amor realizado del deseo que permanece siendo deseo” (5). Ventana abierta delineada en el vacío, a la que hay que asomarse con una mirada nuestra que no parta de nuestros ojos, a la que hay que auparse con una zancada nuestra que no ejecuten nuestras piernas, desde la que debemos arrojamos con un ímpetu nuestro que se desvista de nuestro cuerpo. Míranos, “cayendo de vacío en vacío como un pájaro que cae para morir y de pronto siente que va a seguir volando” (2).

Que va a seguir volando…, sin mí, delineando las fronteras inabarcables de este territorio, sintiendo a mi espalda esa silueta femenina que me aturde y me llama y me lame y me articula como una sintaxis de delirio eviscerada de lenguaje. Ahora sé quién es esa presencia que me ha acompañado desde el principio, quién eres: Eurídice.

Envolver con la mano la pluma, rasgar con su punta muda la matriz de silencio de una página en blanco: girarme para entregarme a ti y perderte…, Eurídice. ¿Qué dices? ¿Qué digo? ¿Qué clase de estratagema nos brindas, Roberto?

"Olvidarse de vivir.
Mirar hacia otra parte.
O no mirar hacia ninguna.
Hay un momento de la noche o el día
en que hasta el agua se abstiene
de todos sus reflejos.
Olvidarnos de vivir
tal vez nos permita
olvidarnos de morir." (2).

Roberto Juarroz escribió respecto a la crítica literaria que “el poema no admite explicaciones ni discursos paralelos, que la única manera de recibir una creación es crearla de nuevo. Tal vez crearse en ella” (2). Yo que ya no soy yo y que inicio con él este viaje (que fue iniciado siempre) a través de los Territorios de fuga de las obras de los artistas, he tratado desde la humildad del silencio que agarrota mi voz, ceñirme a esta premisa. Porque la comparto, porque no le debo explicaciones a nadie ahora que he abandonado (yo que no soy yo, si acaso nosotros, o tú, que me miras y me lees y me escribes desde la terraza que se asoma a la encrucijada de ficciones, o más bien nadie, sobre todo nadie), ahora que he abandonado, como digo, el mundo de los hombres y siento que me crecen en la carne, que me brotan, las semillas de silencio que el misterio de tu voz, Roberto, sembró en esta ausencia que habito como un grito de esperanza. Ahora que prosigo el viaje.

- (Notas):

(1) Maurice Blanchot

(2) Roberto Juarroz

(3) Clarice Lispector

(4) Michel Foucault

(5) René Char

(Alberto Trinidad, Lecturas Sumergidas)