Los sucesos de la semana pasada pasarán sin duda a la historia de Catalunya, pero tal vez no en el sentido que muchos habíamos deseado. Me sorprende que haya quien compare en tonos líricos los hechos de los días 26 y 27 de octubre con el 14 de abril de 1931. Hay que vivir en otra galaxia para identificar ambos hechos. Lamentablemente, la reciente proclamación de la República Catalana se parece más a las 10 horas que duró el Estado Catalán proclamado el 6 de octubre de 1934 que a la fiesta popular de tres años y medio antes, cuando cayó el régimen monárquico. En todos los momentos críticos de la historia, quien determina finalmente el carácter del acontecimiento es quien acaba controlando el poder.
Algún día, con más calma, habremos de reflexionar seriamente sobre los aciertos y errores –estratégicos y tácticos– del movimiento independentista y evaluar sus costes políticos, y no digamos emocionales, causados por su imprudente dirección. Hace años que algunos advertíamos, sin que apenas nos hicieran caso, de que el proceso soberanista catalán sería más difícil y largo de lo que se decía, porque se sobrevaloraban las fuerzas propias y se infravaloraba la solidez del adversario. No se ha tenido suficientemente en cuenta que el movimiento se enfrentaba a un gobierno, y a todo un Estado, gestionados por unos políticos de larga tradición centralista, refractarios a toda negociación, impregnados de nacionalismo esencialista y dispuestos sin más a utilizar las cloacas, las fuerzas de orden público y la judicatura en defensa de sus objetivos. Además, que esto se producía en un contexto europeo e internacional hostil a cualquier fragmentación de un Estado, por muy democráticos que fueran los procedimientos empleados. Como se ha podido comprobar, la Unión Europea no tiene casi principios, solo tiene intereses, que vienen definidos por Estados que defienden sobre todo el mantenimiento del actual statu quo.
Nos hallamos en un momento de emergencia nacional debido a la aprobación por el Senado de la aplicación del artículo 155 de la Constitución a la Generalitat de Catalunya. Los efectos de esta aplicación, junto con la actuación de la fiscalía y de la Audiencia Nacional, pueden ser realmente demoledores. Y encima se ha cedido la iniciativa y el control del tiempo político al gobierno Rajoy.
Está muy claro que hay que ir a las elecciones del 21 de diciembre aunque las convoque el gobierno de Madrid. No participar sería una temeridad. Sería correr el riesgo de que la señora Arrimadas accediera a la presidencia de la Generalitat y que esta institución acabara convirtiéndose en una especie de diputación provincial sometida a las directrices del gobierno español. En mi opinión, hay que presentarse a las elecciones defendiendo unos planteamientos anti-represivos y soberanistas. Hoy la línea divisoria política se sitúa, como quedó suficientemente claro después de la manifestación del domingo, entre quienes apoyan la aplicación del artículo 155 y quienes se oponen; entre quienes consideran fundamental reivindicar el derecho democrático de los catalanes a decidir el futuro y quienes sostienen que los ciudadanos de Catalunya no tienen este derecho.
Hace unos días yo defendía la formación de una candidatura unitaria, similar a la Solidaritat Catalana, integrada por personas de las formaciones políticas y de las entidades ciudadanas que desde hace más de siete años se han pronunciado a favor del derecho a decidir. Ante las dificultades que esto puede suponer y teniendo en cuenta las últimas manifestaciones de los dirigentes de los partidos, creo que, como mínimo, habría que pedirles que incluyan como elementos comunes y prioritarios de sus programas las siguientes tres reivindicaciones. En primer lugar, la puesta en libertad de los detenidos y el sobreseimiento de todas las causas penales, multas y sanciones de carácter político. En segundo lugar, la exigencia de anulación inmediata de la aplicación del artículo 155 a la Generalitat. Y, finalmente, la reivindicación de un referéndum con garantías y vinculante sobre el futuro de Catalunya.
Si se puede demostrar con votos reales que más de dos tercios de la ciudadanía de Catalunya desean ser consultados en un referéndum vinculante, rechazan la aplicación del 155 y exigen la amnistía, esto pondría en evidencia ante la opinión internacional la intransigencia y ceguera política del gobierno Rajoy y favorecería las posibilidades de una mediación de cara a la consecución de un referéndum.
Tal vez también habría que pensar en un programa de gobierno con un amplio apoyo parlamentario que después de la victoria electoral gestionara con rigor el cumplimiento del programa. Porque hemos de ser realistas: incluso tras un hipotético triunfo, nos espera un largo recorrido de tensiones con el gobierno de Madrid y de gestiones internacionales. Tampoco hay que despreciar la necesidad de una estrategia unitaria catalana de intervención en la política española para intentar sacar a Mariano Rajoy y al PP del gobierno de Madrid y crear un escenario político más favorable a la negociación.
Tal como están las cosas, hay que evitar que la confrontación política se centre en la no se sabe bien si proclamada República Catalana. No es este el dilema que hay que plantear a la ciudadanía de cara a las próximas elecciones. El soberanismo ha de conseguir aumentar su fuerza y no correr el riesgo de perderla. Hay sectores sociales que hasta hace poco estaban en una posición expectante, con dudas sobre el Procés, pero que no eran hostiles al mismo y que se indignaron ante la brutalidad policial del 1 de octubre. No hay que perder a esta franja social que puede ser decisiva electoralmente en un momento en que las fuerzas defensoras del 155 están movilizando a personas que hasta hace muy poco eran bastante pasivas e indiferentes. Pienso que la alternativa política a los sectores unionistas debería centrarse claramente, junto con las ya mencionadas exigencias anti-represivas, en la demanda de una consulta democrática sobre el futuro de Catalunya que tenga todas las garantías.
(Ara, traducción en Viento Sur)