Primeras páginas de 'Verano en los lagos' de Margaret Fuller

Margaret Fuller (Cambridge, Massachusetts, 1810 - costa de Nueva York, 1850)

Escritora, editoria, periodista, crítica literaria, educadora, defensora de los derechos de la mujer y precursora del feminismo en Estados Unidos, fue una de las mujeres más notables y más leídas de su tiempo. Amiga personal de Ralph W. Emerson y miembro activo de los círculos literarios del grupo de los trascendentalistas y la Escuela de Concord, fue la editora de The Dial, la audaz revista del grupo durante dos años. La experiencia de sus "Conversaciones" con grupos de mujeres en Boston dará origen a Woman in the Nineteenth Century la obra fundacional de los estudios de género en su país

Tras la publicación de Verano en los lagos, el New York Tribune la emplea en 1846 como columnista y enviada especial a Europa. Viaja por Inglaterra y Francia y entrevista a figuras como Thomas Carlyle o George Sand; también cubrió la Revolución italiana convirtiéndose en la primera cronista de guerra del periodismo norteamericano. Traductora de Goethe, fue la introductora del escritor y ensayista alemán entre el círculo trascendentalista. Murió a los cuarenta años, junto a su pareja y su hijo, en un naufragio frente a la costa de Nueva York cuando regresaba a casa

En la Norteamérica de su tiempo, el carisma de Margaret Fuller levantaba pasiones por su "exuberante sentido del poder". como definió su gran amigo Ralph W. Emerson a la que fue su más cercana colaboradora durante años. Brilló con luz propia entre el grupo de trascendentalistas en el que también se encontraban Bronson Alcott, Nathaniel Hawthorne, Elizabet Peabody o henry Channing, y dejó un claro influjo en obras como 'Las bostonianas' de Henry James. Al mismo tiempo, sus reflexiones ispiraron las de otras feministas norteamericanas del siglo XX: Mary Beard, Betty Friedan, Kate Millet, Gloria Steinem o Susan Faludi.

Tan singular como su autora es este relato que escapa a las convenciones de la literatura de viajes para ofrecer un retrato de la pugna entre la incipiente colonización del norte y oeste de los Estados Unidos, su naturaleza salvaje y las poblaciones de los indios, que retrata de forma insuperable. Durmiendo al aire libre o en cabañas de colonos, viajando a pie, en tren, carromato o canoa visita las cataratas del Niágara y se adentra en los bosques de Illinois, Wisconsin o los ríos Rock y Fox, a los que compara con el Edén. Con un estilo tan libre como ecléctico pone voz a las contradicciones de los colonos, señala la dura vida de sus mujeres y reflexiona sobre el proyecto de país que se estaba cimentando. Un libro que causó verdadera conmoción en su momento e inspiró a Walt Whitman, dejó huella en el relato 'Una Semana en los Ríos Concord y Merrimck' de Henry David Thoreau y en la obra de Emily Dickinson, quien conocía el libro de memorias publicado tras su muerte convertido en el más leído del país.

"No hay más de una o dos docenas de señoritas Fuller en toda la faz de la tierra" (Edgar Allan Poe)

- Prólogo: Un paraíso ensombrecido (Teresa Gómez Reus).

En una mañana de mayo de 1843 Margaret Fuller tomó un tren rumbo a Albany y con ese movimiento aparentemente intrascendente inició uno de los pasos más cruciales de su breve e intensa vida. Su destino era los Grandes Lagos, los bosques y praderas de Illinois y los territorios remotos de Wisconsin. No era exactamente el Lejano Oeste, pero tampoco era la zona recientemente urbanizada del valle de Ohio, donde hacía poco se habían asentado algunos familiares y amigos. Se dirigía, en el lenguaje de la época, a las "tierras vírgenes" del noroeste de los Estados Unidos, una parte del país que en ese momento se perfilaba como la frontera más extensa y caleidoscópica entre la civilización y la naturaleza salvaje. Viajando durante cuatro meses en ferrocarril, barco de vapor, diligencia, canoa, carromato y a pie, y acompañada en distintas etapas de sus amigos James y William Clarke y su hermana la ilustradora Sarah Clarke, Margaret Fuller iba a ser testigo de un mundo en profunda transformación, donde un influjo constante de colones reemplazaba a las tribus indias, ya vencidas, arrinconadas, empujadas cuanto más al oeste mejor.

Cuando Margaret Fuller emprendió esa travesía tenía treinta y tres años y era ya una figura clave del trascendentalismo norteamericano, una comunidad de intelectuales centrada en la pequeña ciudad de Concord, cerca de Boston, que cultivaba la intuición, la contemplación del mundo natural, la libertad y autoafirmación del individuo y el rechazo absoluto a las convenciones heredadas (1). Amiga estrecha de Ralph Waldo Emerson, el hombre que podría considerarse el padre de la filosofía estadounidense, a quien visitaba a menudo en Concord, Margaret Fuller había sido la editoria de Dial, la plataforma de los atrevidos trascendentalistas, había publicado poemas y artículos sobre estética y literatura románticas y había traducido las 'Conversaciones con Goethe' de Johann Peter Eckermann. También había trabajado en The Temple, la escuela experimental que puso en marcha el revolucionario pedagogo Bronson Alcott, el padre de la autora de 'Mujercitas' (1868) Louisa May Alcott. Asimismo había emprendido sus célebres "Conversaciones", clases dirigidas a mujeres donde se exploraban ideas estéticas, filosóficas y morales a través de diálogos socráticos y que tuvo como discípulas algunas de las mentes femeninas más brillantes de Boston, entre ellas las activistas Lydia Maria Child y Elizabeth Cady Stanton. Conocida en todo Boston por su conversación ágil y penetrante, Fuller, además, acababa de terminar su alegato "The Great Lawsuit: Man versus men. Woman versus women" (1843) ("El gran pleito: El hombre versus los hombres. La mujer versus las mujeres"), la antesala del influyente "La mujer en el siglo XIX" (1845), un ensayo que fue pionero del feminismo estadounidense.

A pesar de su fama incipiente, en la primavera de 1843 Margaret Fuller se hallaba deprimida. El trabajo editorial y docente era agotador y poco lucrativo y ella no veía salida profesional en un Boston donde las mujeres tenían un papel muy limitado en la esfera pública. Por otra parte, la muerte repentina de su padre Timothy Fuller acaecida en 1835 le había puesto en una difícil situación. Siendo la mayor de varios hermanos y con una madre poco resuelta, no solo debía mantenerse sino también hacer de 'mater familias'. La formación extremadamente rigurosa, casi inclemente, que le había proporcionado su padre -un patriota fervoroso que creía en la educación de las niñas para mejorar la República- le había dejado bien equipada para esa labor: a los seis años leía a Virgilio en su lengua original y a los dieciséis, además de conocer el canon occidental, hablaba a la perfección francés y alemás y tenía formación en filosofía, historia, mitología, música y retórica. Pero tantos años de estudio y esfuerzo habían dejado mella en su salud y ella necesitaba un respiro. "Me siento mal constantemente, con mis sempiternas jaquecas interfiriendo en todo lo que emprendo; necesito un cambio de aires" (2), le confesó a su amiga Sarah Clarke poco antes de partir a los Grandes Lagos. Y en una misiva a Emerson: "Estoy harta de libros y de trabajo intelectual. Anhelo extender las alas y vivir al aire libre; tan solo ver y sentir" (3).

El largo viaje que emprendió, empero, le proporcionó mucho más que una idílica tregua de verano. No solo fue una ocasión de aventurarse en un territorio desconocido y de reflexionar sobre él, sino también de plasmar sus vivencias e impresiones en un insólito libro de viajes, 'Summer on the Lakes, in 1843'. Su publicación en 1844, acompañada de siete dibujos efectuados durante el trayecto por Sarah Clarke, supuso todo un hito. Emerson lo saludó como el primer libro genuinamente norteamericano que había producido el joven país, una respuesta osada a esa llamada en pos de la independencia cultural que él tan encarecidamente había realizado en su famoso discurso "El intelectual americano" (1837): "Es un libro americano y no inglés, y tiene ese tono audaz que caracteriza la voz nativa de nuestra extraordinaria Margaret" (4). La obra, en efecto debió colmar todas sus expectativas, pues aunaba uno de los grandes temas nacionales del momento -la conquista del Oeste- con un estilo experimental, personalísimo y cargado de observaciones lúcidas. Es "un libro de viajes pero sin el armazón que suele conllevar este género", observó el crítico neoyorquino Evert A. Duyckinck, al mismo tiempo que Edgar Allan Poe alababa el carácter plástico de sus descripciones (5). Además de hacer mella en el panorama cultural del momento, 'Verano en los lagos' abrió las puertas a su autora a oportunidades profesionales que no tuvo ninguna otra mujer de su tiempo. Impresionado por la independencia de criterio que evidenciaba el texto, el editor del 'New York Tribune', Horace Greeley la invitó a unirse a su periódico y más tarde a viajar a Europa para cubrir la revolución italiana, convirtiéndose así en la primera reportera bélica en la historia norteamericana. Este viaje a Italia, por cierto, sería decisivo: allí conoció a un aristócrata romano, revolucionario y defensor de la independencia de su país, Giovanni Ossoli, con quien tuvo un hijo -para escándalo de sus conciudadanos de Nueva Inglaterra- y los tres perecieron trágicamente en un naufragio en el verano de 1850, cuando Margaret, aparentemente ya casada (6), regresaba a los Estados Unidos.

'Verano en los Lagos', no es, desde luego, un libro de viajes al uso. Con este pequeño volumen, su primera obra de creación, la inconformista Margaret Fuller sorprendió a sus allegados con un tema, el viaje a la frontera oeste, que aunque enormemente popular, no era exactamente del dominio femenino. No deseo sugerir con ello que las mujeres no viajaran por territorio norteamericano ni tampoco que no escribieran sus impresiones y vivencias. La apertura de rutas hacia el oeste que facilitó Daniel Boone tras encontrar un atajo por los montes Apalaches, la posterior fundación de los estados de Ohio, Kentucky, Indiana e Illinois, y la migración forzada de las tribus amerindias que vivían al este del Misisipi, al otro lado el río a partir de 1830 (7), habían hecho del viaje por el Medio Oeste una experiencia (para los blancos) a la vez exótica y accesible.

Por otra parte, viajar hacia el oeste para tomar parte en una gran epopeya nacional. En una conferencia promulgada en 1846, "The Day of Roads" ("El tiempo de los caminos"), un conocido orador de la época declaraba que "allí donde hay movimiento en una sociedad, hay actividad, expansión, liberación del espíritu (8), y señalaba que el oeste americano encarnaba esa idea de expansión. Este imperativo de avance territorial quedaba sancionado por la doctrina del "Destino Manifiesto", el convencimiento de que, según escribiera el periodista John L. O'Sullivan en 1845, "es nuestro destino manifiesto extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la Providencia, para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno. Es un derecho como el que tiene un árbol de obtener el aire y la tierra necesarios para el desarrollo pleno de sus capacidades y el crecimiento que tiene como destino" (9). Hasta el propio Henry David Thoreau, tan crítico con las prácticas imperialistas de su tiempo, escribió en su ensayo 'Caminar' (1862): "Debo caminar hacia Oregón, no hacia Europa. El país está moviéndose en la misma dirección; y cabría decir que la humanidad progresa de este a oeste" (10).

Sin embargo, pese a las muchas mujeres que viajaron como pioneras hacia horizontes lejanos, en el campo de la literatura de frontera dominaron las voces masculinas, con autores como David Crockett, Daniel Bryan, James Hall, William Cullen Bryant o James Fenimore Cooper. Susan L. Roberson ha sacado a la luz algunas crónicas femeninas fascinantes, como el diario que escribió Sarah Beavis en su traumática travesía por los Apalaches y el Misisipi a finales el siglo XVIII, donde la autora tuvo que afrontar experiencias terribles, como la falta prolongada de alimentos o el intento de su cuñado de comerse a sus hijos moribundos (11). Pero se trata de formas de escritura privadas que en su momento no vieron la luz. Con toda la investigación reciente que existe sobre el tema, no he logrado encontrar más que un libro de viajes a territorios fronterizos publicado por una mujer anterior a 'Verano en los lagos': la muy interesante obra de Caroline Kirkland 'A New Home. Who'll Follow? Or, Glimpses of Western Life' (1839) ('Un nuevo hogar. ¿Quién me seguirá? Esbozos de la vida en el Oeste'). Realmente si Mararet Fuller no escribió su texto 'ex nihilo', tampoco se puede decir que tuviera detrás una tradición literaria femenina en la que apoyarse y legitimar sus propios esfuerzos.

'Verano en los lagos' también resulta 'sui géneris' en cuanto a cuestiones de factura poética. No tiene, por ejemplo, el tono sentimental que solía acompañar a muchas de las crónicas de autoras estadounidenses en viaje por Europa, tendentes a ofrecer, como escribiera Lydia H. Sigourney, "la rosa antes que la espina" (12). Tampoco hallamos en él el acento condescendiente o abiertamente peyorativo que caracterizó algunas de las crónicas de escritores ingleses en suelo norteamericano, entre ellos Frances Trollope, Charles Dickens y Harriet Martineau. Se trata de una obra anómala y ecléctica, tanto en el tono como en la forma. Más introspectivo que descriptivo, 'Verano en los lagos' es un popurrí genérico en el que encontramos poemas, reflexiones, relatos, digresiones y anécdotas. Culto en el estilo, son frecuentes las alusiones literarias y mitológicas, que dan la medida de la erudición de la autora al tiempo que ofrecen claves sobre su pensamiento humanista. Por contraste, el volumen apenas contiene indicacciones precisas de las rutas y lugares transitados. Aunque Margaret Fuller realizó algunas anotaciones en su diario durante el trayecto, estas no fueron tan detalladas como para saber luego cuántas millas recorrieron ni evocar al detalle lo que vieron cada día. Lo que 'Verano en los lagos' ofrece es, en palabras de su narradora, "la impresión poética" de vastas regiones y escenas. Si bien en las primeras páginas explica que esos bellos territorios le parecieron un inmenso "jardín", un edén repleto de promesas terrenales, el resto del texto también desvela que se trata de un paraíso ensombrecido por la enfermedad, la soledad, la codicia y la injusticia. En otras palabras, en 'Verano en los lagos' el retrato de la flor no esconde la presencia de la espina.

El volumen está estructurado en siete capítulos, reflejo de las etapas más importantes que revistió la travesía. Comienza con una visita a las cataratas del Niágara, un dstino que acababa de abrirse a la conquista turística y al que se podía acceder con relativa seguridad gracias a los recientes caminos (13). Símbolo de la nueva Arcadia, Niágara, además, era el icono del paisaje sublime nacional y como tal estaba muy representado en narraciones, cuadros y estampas. Pero esa hiperrepresentación había creado expectatias y la escritora se sintió frustrada ante su incapacidad de responder de manera espontánea a un entorno tan manido. La visita, además, fue decepcionante porque en lugar de los arcoíris que las ilustraciones prometían, se encontró con un cielo encapotado y al final del capítulo se pregunta qué debieron sentir los primeros exploradores cuando, libres de ideas preconcebidas, se encontraron cara a cara con semejante espectáculo. Ahogada su sensibilidad ante "la vista de tanta agua" (14), la autora presenta detalles en el texto que sugieren que en Niágara, en lugar de sentirse energizada por una fuerza más allá de lo humano, se sintió atrapada y vulnerable. Le impresiona un águila real encadenada, como si la independiente Margaret se identificara con esa imagen de naturaleza salvaje domeñada. Otra imagen de opresión emerge en el momento en que se imagina que va a ser atacada por indios semidesnudos que se le acercan por la espalda, un elemento que reitera su imposibilidad de experimentar las cataratas sin interferencias culturalmente creadas. La imagen del aborigen asaltando hacha en alto a una mujer indefensa que Fuller involuntariamente evoca, como Christina Zwarg ha observado (15), tiene gran parecido con el cuadro 'The Death of Jane McCrea' ('La muerte de Jane McCrea'), de John Vanderlyn (1804), una pintura enormemente popular que generó numerosas ilustraciones similares sobre el amerindio, representado como un violento salvaje. Aunque la escritora intenta zafarse de una proyección heredada, el "piel roja" que se cuela en su subconsciente anticipa un tema constante del libro: la huella del indio aborigen es indeleble en el paisaje americano, para alarma de los blancos, incluida la propia Margaret.

La siguiente etapa cubre el viaje a los Grandes Lagos, Chicago y las praderas del norte de Illinois, donde siente por fin que está tocando algo del Salvaje Oeste: navegando por el río St. Claire avista por primera vez un grupo de indígenas, que le parecen muy diferentes a los colonos blancos. Una parada en las islas de Manitou, al norte del Lago Michigan, para obtener combustible le proporcionó su primera impresión de un bosque virgen, en el que lamentablemente se habían talado sus árboles más altos y antiguos. No fue, sin embargo, ese asalto a la naturaleza lo que más la escandalizó, sino los grupos de recién llegados que se agrupaban en el muelle: gentes de mentes estrechas y ávidas de fortuna que a Margaret la dejaron consternada. En el trasbordador ya había advertido cómo con esos inmigrantes, los padres de una supuesta "nueva raza", también viajaban la avaricia y los prejuicios culturales. Para la idealista Margaret, que como buena trascendentalista aborrecía de los males del capitalismo, lo peor del Oeste no era la ausencia de iglesias y escuelas, tan lamentada por el 'status quo' de Nueva Inglaterra, sino la escasez de mentes soñadoras capaces de construir una sociedad más abierta y altruista. Como le escribiera a Emerson: "Los emigrantes que nos han acompañado, hordas de gentes vulgares y sórdidas, qué poco dignos parecen de estas majestuosas orillas, de estos espectaculares atardeceres, de estas noches de luna. ¿Es posible que de aquí pueda surgir una nueva raza que compense a la naturaleza de esta profanación de sus encantos?" (16). Y en 'Verano en los Lagos' reitera esos recelos, observando que en un paso por Chicago y los Grandes Lagos en fragor de los intereses materiales era tan ruidoso que la religión y la espiritualidad habían quedado casi olvidadas.

Una visión mucho más prometedora se presenta en su expedición por el norte de Illinois. Deambulando en una caravana durante dos semanas con Sarah y William Clarke por sendas de hierba en unas geografías escasamente pobladas, el viaje revistió el carácter de una idílica vacación estival. Sin guía de viaje ni mapas de la región -realmente en el límite de lo que era respetable para una joven de la élite de Massachusetts- vagaron en la primitiva tartana sin planes preconcebidos, totalmente libres, como le escribió a Emerson, "para andar a placer, para coger caa flor que nos plazca y para atravesar cada bosque que capte nuestra imaginación" (17). Aunque al principio las ilimitadas praderas le parecieron monótonas, pronto aprendió a apreciar su belleza singular. El camino, además, deparaba sorpresas, como la pintoresca ruta por la región del río Rock, al oeste de Chicago, que en esa época se hallaba cuajada de flores. A Margaret, asimismo, le gustaba el lado montaraz de la aventura. Como ha documentado su biógrafo Charles Capper, se alimentaban de lo que pescaban en el río y cuando no podían pernoctar al aire libre, buscaban cualquier refugio. Aunque en una ocasión se hospedaron en la casa de un irlandés rico, la mayoría de los casos se trataba de humildes cabañas de troncos de madera, una oportunidad para conocer de primera mano cómo se las arreglaban esas familias de colonos sin los recursos de la civilización.

Los capítulos segundo y tercero cubren esa parte del trayecto, que incluye una incursión por la ruta de Black Hawk. La belleza del entorno le impactó, especialmente las caprichosas formas que sobre las rocas había dejado el Rock, o Sinnissippi, "aguas rocosas" en lenguaje de las tribus Sauk y Fox, un caudaloso afluente de unos cuatrocientos sesenta kilómetros de largo que serpentea por Illinois y desemboca en el Mississippi. Pero lo que más la impresionó fue la presencia de incontables huellas, muy frescas todavía, de la cultura aborigen. Habiéndose documentado sobre la historia de los indios en esa parte del país, la escritora evoca cómo a "esta hermosa región acudió Black Hawk con sus hombres para 'pasar el verano', cuando motivó la guerra en la que acabó derrotado. No es de sorprender que no se resistiera al anhelo de volver en verano a ese hogar de la belleza, por imprudente que fuese querer satisfacerlo". Y en una carta a su hermano Richard desde Milwaukie se muestra más indignada y explícita: "Hace tan solo cinco años que los pobres indios fueron desposeídos de la belleza esplendorosa de esta región, que pocos parangones debe tener en el mundo. No es de extrañar que dieran su sangre tan pródigamente antes de dejarla escapar" (18).

Margaret Fuller se refiere a la Guerra de Black Hawk, la última en librarse entre los indios y el ejército federal al este del Mississippi, en la que Black Hawk, o Halcón Negro, decidió resistir la orden de traslado forzoso dictada por el gobierno americano y plantar batalla (19). Esta conflagración, según el historiador Cecil Eby uno de los capítulos más vergonzosos de la historia de los Estados Unidos (20), tuvo como resultado la pérdida de bellísimos territorios donde las tribus Sauk y Fox habían convivido desde tiempos remotos. Pero no solo ellos: los Pottawatamies, los Winnebago y los Algonquin -una confederación de pueblos que agrupaba a los Kaskaskias, los Tamaroa y los Michigames- tribus que habían habitado en los flancos del Sinnissippi y con quienes los blancos habían firmado tratado tras tratado donde se aseguraba el derecho a sus tierras tribales, fueron forzados a partir al oeste, a pie y sin comida, tal como recoge Black Hawk en su relato de vida. Nada de "tierra virgen", pues, como se decía en los lenguajes propagandísticos de la colonización. Lo que eufemísticamente se llamaba "la apertura hacia el oeste" había implicado una brutal deportación, y en el texto la escritora nos señala la violencia soterrada que el propio paisaje revela. "¡Qué felices deben de haber sido aquí los indios! No hace mucho los expulsaron, y el suelo, en la superficie y en lo hondo, está lleno de sus huellas". Los lugares, como explican los filósofos del espacio, retienen las huellas de lo que en ellos ha acontecido, sean sucesos triviales sean heridas profundas, como los paisajes que Fuller contempla, donde la vida de los pueblos nativos ha quedado reducida a objetos rotos de la cotidianidad, vestigios signados por la pérdida y el desgarro.

Tras una parada en Chicago, Margaret Fuller prosiguió viaje a Wisconsin. Los capítulos quinto y sexto recogen sus impresiones por unas geografías que en ese momento conformaban la parte más limítrofe y desconocida de los Estados Unidos. La gira, aunque carente del encanto bohemio que había tenido su aventura en carromato por Illinois, tuvo aspectos de marcado interés. Uno de ellos fue una estancia en Milwaukie, que da lugar a curiosas reflexiones sobre la emigración en esa parte del país. Asimismo hicieron incursiones a los lagos Silver, Pine y Nomabbin, y en la ribera del lago Silver se toparon con un campamento de Potawattamies errantes e indigentes que amablemente les cobijaron de una tormenta. Acurrucada en una de sus tiendas míseras y empapadas, entre mujeres tímidas que la apartaron de una niña enferma, la escritora pudo conocer de primera mano la marginación y las penurias del pueblo nativo-americano.

- Capítulo I: Niágara.

Niágara, 10 de junio de 1843.

Dado que este diario consignará las notas al pie que se puedan poner en las páginas de mi vida durante los viajes de verano, no debería guardar silencio ante el magnífico prólogo de un drama que de momento desconozco. Pero, como tantos otros, poco tengo que decir cuando, por una vez, el espectáculo es lo bastante grandioso como para colmar la vida y desbordar el pensamiento, abrumándonos con su propia presencia. "Es bueno estar aquí" es la expresión mejor y más simple que me viene en mente.

Llevamos aquí ocho días y ya estoy lista para marcharme. Una visión tan grandiosa pronto nos satisface, dejándonos contentos con su imagen y con lo que es inferior a su imagen. Nuestros deseos, una vez realizados, nos obsesionan menos. Al haber "vivido un día" podemos partir y ser merecedores de vivir otro.

No hemos tenido suerte con el tiempo, pues en este paraje el sol nunca brilla ni calienta demasiado, y el cielo ha descendido cada vez más, con vientos fríos y rigurosos. Mis nervios, demasiado crispados para esa atmósfera, no toleran bien la continua presión en la vista y el oído. Porque aquí no hay escape del peso de una creación constante; los movimientos y formas van y vienen, la marea fluye y refluye, el viento, con toda su fuerza, no solo sopla en rachas y ráfagas, sino que arrecia de un modo realmente incesante e infatigable. Despiertos o dormidos, no tenemos escapatoria; el ajetreo siempre nos rodea y atraviesa. Es así como más he sentido la grandeza: casi eterna, si no infinita.

Por momentos, se levanta una música de fondo; las cataratas parecen coger un ritmo propio y repetirlo una y otra vez, de manera que una doble vibración aviva el oido y el alma. Se trata de un efecto del viento, que resuena en el himno atronador. Es sublime, con el efecto de una repetición espiritual en todas las esferas.

Al llegar aquí no sentí sino una satisfacción tranquila. Descubrí que los dibujos, el panorama y otros datos me habían dado una clara noción de la posición y las proporciones de todos los objetos que aquí se encuentran; sabía dónde buscar cada cosa, y cada cosa tenía el aspecto que había imaginado.

Tiempo atrás contemplaba con una amiga, desde la ladera de una colina, una de las puestas de sol más hermosas que hayan engalanado el mundo. Un vaquero menudo, que subía con esfuerzo, se preguntó qué mirábamos. Tras pasear la vista en derredor, cayó en la cuenta de que solo podía tratarse de la puesta de sol y, mirándola también un momento, dijo con aprobación: "El sol tiene buena pinta", una réplica digna del Cloten de Shakespeare o, según se prefiera, del infante Mercurio, dispuesto a todo desde la cuna.

Aquí sentí esa misma familiaridad, digna de la que Jonathan, nuestro héroe nacional, exhibiera en el palacio de un príncipe, o al "subier pesadamente", como alardeaba de haber hecho, "las escaleras del Vaticano con mis botas viejas, para acudir en presencia del Papa"; tiene 'buena pinta', sentí y, tal como me sugeriste, me sentí inclinada a aprobar el único objeto del mundo que no me decepcionaría.

Pero toda gran expresión que, a primera vista, parezca muy natural y sencilla, al cabo de un rato proporciona al observador atento un rasero propio con el que medirla. Día a día las proporciones se fueron ensanchando y elevando cada vez más ante mis ojos, y al final me hice con un primer plano adecuado para esas distancias sublimes. Antes de marcharme creo que realmente vi la maravilla total del paisaje. Al cabo de un tiempo, este me atrajo hasta tal punto que llegó a inspirarme un terror indefinido, que nunca antes había experimentado, como el que puede sentirse cuando la muerte se dispone a conducirnos hacia una nueva existencia. El perpetuo fragor de las aguas se apoderó de mis sentidos. Me pareció que ningún otro sonido, por cerca que se hallase, podía oírse; y me sobresaltaba y me daba media vuelta en busca de un enemigo. Percibí la identidad entre el temple con el que la naturaleza descargaba aquellas aguas de un modo tan impetuoso y el que había creado al indio en esa misma tierra. Porque a mi mente acudían de continuo, espontáneas e inoportunas, como nunca antes, imágenes de salvajes desnudos acecándoseme por la espalda con hachas en alto; la ilusión se repitió una y otra vez, e incluso después de analizarla e intentar librarme de ella no pude evitar sobresaltarme y volver la vista.

Como cuadro, las cataratas solo se ven desde el lado británico. Desde allí hay suficiente distancia para apreciar el efecto mágico de la bruma que las envuelve y la luz y la sombra. En el bote, cuando se cruza, los efectos y contrastes resultan aún más melodramáticos. Desde el camino apartado del remolino nos encantó verlas como un cuadro reducido. Pero lo que más me gustó fue sentarme en Table Rock, cerca de la gran cascada. Allí se perdía la capacidad para observar los detalles, la conciencia individual.

En un momento, cuando acababa de sentarme, vino un hombre para echar un primer vistazo. Se acercó al borde de la catarata y, tras mirarla un momento, como quien piensa en la mejor manera de darle uso, escupió en ella.

La actitud me pareció digna de una época en la que tanto se adora lo útil que el príncipe Pückler-Muskau ha sugerido la probabilidad de que los hombres entierren los cuerpos de sus muertos en los campos para fertilizarlos, así como propia de un país como el descrito por Dickens; pero no se verán así, espero, la época ni América en las páginas de la historia. Un poco de levadura está leudando la masa en favor de otro pan.

El remolino me ha gustado mucho. Es mejor verlo después de las grandes cascadas; es seriamente solemne. El río no podría parecer más imperturbable de lo que lo hace justo debajo la gran cascada, casi triste con su verdor marmóreo; pero los ligeros círculos que marcan el remolino oculto parecen susurrar misterios que la voz atronadora de la cascada es incapaz de proclamar: un sentido tan callado como siempre.

También da miedo pensar, mientras se lo observa, que cualquier cosa que se haya tragado la catarata, ya fuese un árbol caído o el cuerpo de un hombre o un pájaro, de repente puede salir a flote en ese sitio.

Los rápidos me hechizaron mucho más de lo esperado; corren tan deprisa que dejan de notarse; solo se puede pensar en su belleza. Descubrí por mi cuenta el manantial que está más allá de Moss Islands y creí que se trataba de una belleza accidental. Al principio, no quería alejarme por miedo a no volver a verla. Al enterarme de que era permanente, regresé varias veces para observar el jugueteo de su cresta. En la pequeña cascada que se halla un poco más lejos, la Naturaleza, como es su costumbre, parece haber hecho el bosquejo de una creación mayor. Eso le encanta: un esbozo dentro de un esbozo, un sueño dentro de un sueño. Dondequiera que lo veamos, las líneas de un gran contrafuerte contenidas en un pedazo de piedra, los colores de una cascada reproducidos en las flores que salpican sus orillas musgosas, quedamos encantados; porque las formas cobran fluidez y nuestros pensamientos se armonizan con el genio del paisaje.

La gente se queja de las edificaciones que hay en Niágara y teme que deformen el paisaje. No entiendo ese temor: la vista es capaz de engullir todos esos objetos; en la totalidad enorme no se ven más de lo que vería una lombriz en un campo ancho.

El hermoso bosque de Goat Island está lleno de flores; algunas de las más bonitas adoran rendir homenaje. Las aráceas y berberidáceas están en flor. Las primeras, blancas, rosas, verdes, moradas, reproducen el arcoíris de otoño y son dignas de una guirnalda tejida en honor de la deidad que todo lo preside al caminar por la tierra, pues tienen un tamaño imperial y la forma de piedras de diadema; en cuanto a las berberidáceas, no levanté una sola hoja verde sin encontrar una flor debajo.

Y ahora, adiós, Niágara. Te he visto y creo que todos los que pasen por aquí deberán verte a su modo; no es posible librarse de ti tan fácilmente como de las estrellas. Volveré en julio bajo un baño de luz lunar o solar. Debido a la ausencia de luz, no he visto el arcoíris sino dos o tres veces al día y ni una sola la curva de la luna. Sin embargo, la presencia imperial no necesita corona, aunque está la ilustre.

El general Porter y Jack Downing no eran figuras inapropiada en este sitio. El primero alzó los puentes por los que cruzamos a Goat Island, y el espíritu coronado con aráceas castigó su temeridad con la sordera, que debe de haberle afectado cuando hundió la primera roca en los rápidos. Jack parece ser un representante agudo y entretenido de Jonathan, que había venido a supervisar el amplio derecho del agua que tenía. Nos contó todo sobre las campañas americanistas de la zona; es decir, las batallas que aquí se libraron. parece extraño que los hombres pudieran combatir en un lugar así; pero no hay templo para calmar las penas y las luchas personales de los pechos de sus visitantes.

No menos extraño es el hecho de que, en esta zona, se encadene a un águila para utilizarla como juguete. De niña, a menudo me quedaba mirando por la ventana un águila que estaba encadenada en el balcón de un museo. La gente la azuzaba con palos y mi corazón infantil se hinchaba de indignación al ver esas afrentas y el semblante con el que la reina de las aves las toleraba. Tenía los ojos opacos y el plumaje sucio y desaliñado, pero su forma y actitud eran las de un monarca, si bien triste y destronado. No había vuelto a ver un pájaro de su especie hasta que, cuando cruzamos el paso Notch de las Montañas Blancas, que en ese momento relumbraban delante de nosotros en pleno crepúsculo, el cochero gritó: "¡Miren allá!", y al seguir con la vista el dedo que señalaba arriba, divisamos, elevándose lentamente sobre la cima más alta, con un equilibrio majestuoso, el ave de Júpiter. Era una visión magnífica, pero no creo haber sentido nada más intenso al ver al pájaro en posesión de su libertad natural y su realeza que cuando, encarcelado e insultado, llenó mis primeros pensamientos con una byrónica "furia silenciosa" de misantropía.

Ahora volví a verlo en cautiverio y tratado con el lenguaje que el vulgo parece juzgar más adecuado en esas ocasiones: los envites y los golpes. En silencio, con la cabeza apartada, el ave ignoraba la existencia de sus acosadores, como Plotino o Sófocles la de un crítico moderno. Tal vez escuchaba la voz de la catarata y, aunque sus alas estuvieran rotas, se consolaba al sentir el libre fluir de esa fuerza amable.

Me interesó un poco la historia del Recluso del Niágara. Es asombroso que los hombres no establezcan más a menudo su residencia en localidades de gran belleza; que, una vez que esta los ha penetrado profundamente, se dejen llevar por la corriente de las cosas y acaben viviendo en cualquier parte y de cualquier manera. Pero hay algo ridículo en ser el ermitaño de un lugar de atractivos, a diferencia de San Francisco en su lecho de montaña, donde nunca lo vio nadie salvo las estrellas y el sol naciente.

Hay también un "guía de las cataratas", que exhibe su título en una etiqueta del sombrero; la verdad, tanto daría pedir que hubiera un caballero encargado de señalarlos la luna. Pero tampoco puede uno asombrarse de semejantes cosas, cuando tenemos Comentarios de Shakespeare y Armonías de los Evangelios.

Y ahora tiene el lector lo poco que he escrito. ¿Le interesará? Para quien ha disfrutado plenamente de cualquier paisaje, a cualquier hora, los pensamientos que se consignen al respecto serán como las comas y los puntos de un párrafo: meros espacios. Pero supongo que no será lo mismo para los ausentes. Al menos, he leído escritos sobre el Niágara, la música y cosas similares que me interesaron. Una vez me conmovió cierta observación del señor Greenwood, que no se percató de cierta maravilla hasta que, al abrir los ojos a la mañana siguiente de haberla visto, comprendió, gracias a sus dudas, el mérito de que semejante cosa siguiera estando en su sitio. Ahora recuerdo eso con placer, a pesar de que, o quizá porque, se trata exactamente de lo opuesto de lo que yo sentí. Toda la grandeza afecta de un modo distinto a las mentes, cada cual "a su especial guisa", y los diferentes testimonios indican la verdad de sentir (21).

En este punto agregaré el relato de una experiencia ajena, pues es mucho mejor que cualquier cosa que yo pudiera escribir, al ser más simple e individual: "Ahora que he sentido este 'Asombro de la Tierra' y que han pasado las emociones que lo inspiraron, no parece una profanación analizar mis sentimientos, recordar minuciosa y precisamente el efecto que tuvo aquella manifestación de lo Eterno. Pero uno debe acudir a un paisaje así preparado para rendirse por completo ante sus influencias, para olvidarse del propio y pequeño yo y de la propia y pequeña mente. Al ver a un gusano miserable que se arrastra hata el borde de ese mundo de aguas que cae, observar el temblor de su pecho insignificante e imaginar que todo eso solo ha sido creado para afectarlo, ¿cuál ha de ser la reacción? ¿Burla? No: piedad".

Al acercarme a la zona de las cataratas, poco a poco se fue apoderando de mí una impresión solemne y el sonido grave de los rápidos incesantes fue preparando mi mente para la emoción majestuosa que estaba por sentir. Cuando llegué al hotel, sentí una extraña indiferencia ante la idea de ver realizadas las esperanzas anteriores. Me entretuve en las salas, leí los carteles de teatro colgados en las paredes, eché una mirada al registro y, al hallar el nombre de una persona conocida, mandé preguntar si todavía se hospedaba allí. Ignoro la causa de tanta vacilación; tal vez fuese la sensación de no ser digna de entrar en el tempo que la naturaleza había erigido a su Dios.

Por fin eché a andar lenta y pensativamente por el puente que llevaba a Goat Island y, cuando hice un alto en esa estructura frágil y abarqué con la vista cuatrocientos metros de rápidos manando a borbotones, me embargó la emoción, me pareció que se me cerraba la garganta y un escalofrío me recorrió las venas, "la sangre se expandió deprisa hasta las puntas de mis dedos". Fue el efecto culminante que tuvieron en mí las cataratas: ni del lado estadounidense ni del británico las cascadas me conmovieron tanto como los rápidos. Las descripciones y los cuadros me habían preparado para la magnificencia sublime de las primeras. Cuando las tuve delante solo pensé: "¡Ah, sí! He aquí la cascada, tal y como la he visto en pintura". Al llegar al Puente de Terrapin esperaba sentirme sobrecogida, retirarme temblando de aquel promontorio vertiginoso y quedarme mirando con asombro y pasmo ilimitados la inmensa masa que ondulaba sin cesar; pero, quién sabe por qué, solo se me ocurrió comparar el efecto que aquello tenía en mi mente con lo que había leído y oído. Miré el sitio no mucho rato y, casi con desilusión, me di la vuelta para ir en busca de otros puntos de observación, a fin de comprobar si estaba errada al no sentir una emoción sin par ante ese panorama. Pero al pie de Biddle's Stairs, y en medio del río, y aún río abajo desde Table Rock, el paisaje seguía siendo "estéril, estéril todo".

Molesta por la estupidez de sentirme más conmovida donde menos correspondía, regresé al hotel, decidida a marcharme a Búfalo esa misma tarde. Pero la diligencia no partió y, al caer la noche, como había una luna espléndida, fui al mirador y me asomé al parapeto, donde los rápidos hirvientes pasaban con toda su fuerza. Era espectacular, y también hermoso; la luz amarilla de la luna daba a las olas desflecadas el aspecto de mechones castaños que se enredaban alrededor de las rocas negras. Y no me inspiraron lo mismo que antes. Presentí que afloraba una emoción más poderosa que engullía a todas las demás y pasé al Puente de Terrapin. Todo había cambiado, la aparición brumosa se había quitado la corona multicolor que había llevado durante el día y un arco blanco plateado cruzaba su cima. La luz de la luna daba una indefinición poética a las aguas más alejadas, y si bien los rápidos centelleaban con su resplandor, el río era negro como la noche junto a la cascada, excepto donde el reflejo del cielo le daba es aspecto de un escudo de acero azul. No había ningún turista boquiabierto que mirara con su catalejo, ni dibujara en tarjetas la cabellera cana de la vieja divinidad fluvial. Todo se fundía con la naturaleza imponente del paisaje. Lo contemplé un largo rato. Advertí que en él se unían la mutabilidad y lo inalterable. Observé las aguas conjuradas que corrían contra la saliente rocosa para cubrirla en un embate furioso, hasta que, como la ambición derrocada, saltando unas sobre otras, caían del otro lado, expandiéndose en forma de espuma antes de llegar al canal profundo, donde se retiraban lentas y sumisas.

Entonces despertó en mi pecho una admiración genuina y un humilde sentimiento de adoración por el Ser que era el arquitecto de aquello y de todo. Dichosos los primeros descubridores del Niágara, que llegaron a ese paisaje sin saberlo y que, en su momento, tuvieron sensaciones totalmente propias. Con qué entusiasmo describe el padre Nennepin la "enorme cascada de agua" y "la vasta y prodigiosa cadencia del agua, que cae de un modo sorprendente y asombroso, en la medida en que no tiene parangón en el universo. Cierto es que en Italia y Suiza se ven cosas similares, pero nos atrevemos a decir que no pueden compararse con aquella de la que hablamos".

- (Notas):

(1) Para una visión panorámica y muy accesible de este movimiento, véase Carlos Baker, 'Emerson entre los excéntricos. Un retrato de grupo', Barcelona, Ariel, 2008.

(2) Mi traducción. 'The Letters of Margaret Fuller', ed. Robert N. Hudspeth, Vol. III, Ithaca, Cornell University Press, 1983-94, p. 123. A partir de esta referencia, todas las citas que procedan de publicaciones no vertidas al español son traducciones mías.

(3) 'The Letters of Margaret Fuller', p. 14.

(4) Citado por Charles Capper, 'Margaret Fuller: An American Romantic Life. The Public Years', Oxford, Oxford University Press, 2007, p. 155.

(5) Joel Myerson, 'Critical Essays on Margaret Fuller', Boston, Hall, 1980, p. 36.

(6) Aunque no existe documentación que atestigüe este hecho, sus biógrafos han especulado que debieron casarse antes de regresar a la puritana Nueva Inglaterra, donde iba a ser recibida como "señora Ossoli".

(7) En 1830 y balo la presidencia de Andrew Jackson, el Congreso de los Estados Unidos aprobó el Indian Removal Act, o Ley del Traslado Indio, que buscaba reubicar a la población indígena en terrenos al oeste del Misisipi. Aunque en teoría esta ley se hacía para "proteger" a los indígenas del empuje colonial, llevándoles a Territorio Indio (hoy Oklahoma) donde pudieran estar a salvo, en la práctica tuvo un efecto devastador: desarraigó y privó, solo en sus primeros estadios, a más de seiscientos mil indios de sus tierras tribales, se les arrinconó en terrenos yermos, y en el cruel traslado a pie en el gélido invierno de 1831-2, al menos mil seiscientas personas murieron, sobre todo ancianos y niños. Hugh Brogan, 'The Penguin History of the United States of America', Londres, 1985, pp. 67-8. Para un estudio detallado sobre el tema, véase Anthony Wallace, 'The Long Bitter Trail: Andrew Jackson and the Indians', Nueva York, Hill and Wang, 1993.

(8) Citado en Susan L. Roberson, 'Antebellum American Women Writers and the Road', Nueva York, Routledge, 2011, p. 3.

(9) Para una visión muy completa de la evolución histórica de esta doctrina, véase Anders Stephanson, 'Manifest Destiny: Expansion and the Empire of Right', Nueva York, Hill and Wang, 1996.

(10) Henry David Thoreau, 'Caminar', Madrid, Árdora, 2014, p. 23.

(11) Susan L. Roberson, 'Antebellum American Women Writers and the Road'.

(12) Lydia H. Sigourney, 'Pleasant Memories of Pleasant Lands', Boston, James Munroe & Co., 1844, p. iv.

(13) Linda L. Revie, 'The Niagara Companion: Explorers, Artists and Writers at the Fall, from Discovery thrugh the Twentieh Century, Waterloo, Ontario, Wilfrid Laurier University Press, 2003, p. 3.

(14) Margaret Fuller a Ralph Waldo Emerson. Carta de 30 de mayo de 1843, en 'My Heart is a Lonely Kingdom: Selected Letters of Margaret Fuller', ed. Robert N. Hudspeth, Ithaca. Cornell University Press, 2001, p. 171.

(15) Christina Zwarg, "Footnoting the Sublime: Margaret Fuller on Black Hawk's Trail", American Literary History, 5, 4, 1993, p. 618.

(16) Citado por Charles Capper, 'Margaret Fuller: An American Romantic Life. The Public Years', Oxford: Oxford University Press, 2007, p. 125.

(17) Margaret Fuller a Ralph Waldo Emerson. Carta de 4 de agosto de 1843, en 'The Letters of Margaret Fuller', p. 137.

(18) Margaret Fuller a Richard Fuller. Carta de 29 de julio de 1843, en 'The Letters of Margaret Fuller', p. 132.

(19) Para una crónica fascinante de Halcón Negro, la primera "autobiografía" que existe de un líder indio, véase la historia de su vida que él mismo dictó en 'Life of Black Hawk, Or Mà-Ka-Tai-Me-She-Kià-Kiàk. Dictated by Himself', Nueva York, Penguin, 2008.

(20) Cecil Eby, "'That Disgraceful Affair'": The Black Hawk War'", Nueva York, W.W. Norton, 1973.

(21) "Es valioso, en un sentido, percibir la belleza por sí misma sin sumar el sentimiento. Cuando la guardamos en la memoria, queda colgada en ese salón solitario como un cuadro y puede transmitir su mensaje durante mucho tiempo. Confío en que así será en mi caso, porque 'vi' cada uno de los objetos mucho más claramente que si me hubiera conmovido y colmado su presencia, y mis recuerdos son igualmente nítidos y vívidos". Extracto de las notas manuscritas sobre este viaje dejadas por Margaret Fuller (De aquí en adelante las notas incorporadas por su primer editor Arthur B. Fuller).

(Traducción de Martín Schifino, La línea del horizonte)