Primeras páginas de 'La decadencia de Nerón Golden' Salman Rushdie

- 1.

El día de la investidura del nuevo presidente, cuando nos preocupaba que alguien lo pudiera asesinar mientras caminaba cogido de la mano de su excepcional esposa entre los aplausos de la multitud, y cuando muchos de nosotros estábamos al borde de la ruina económica como resultado del estallido de la burbuja de las hipotecas, y cuando Isis todavía no era más que una diosa-madre egipcia, llegó a Nueva York un rey septuagenario y sin corona procedente de un país lejano y acompañado de sus tres hijos huérfanos de madre para tomar posesión de su palacio en el exilio, comportándose como si no hubiera ningún problema en el país ni tampoco en el mundo en general ni en su propio pasado. Empezó a reinar en su vecindario como si fuera un emperador benévolo, aunque, a pesar de su sonrisa encantadora y del talento con el que tocaba su violín Guadagnini de 1745, exudaba un olor fuerte y barato, ese olor inconfundible de la gente peligrosa, chabacana y despótica, uno de esos aromas que nos advertía: cuidado con este tipo, porque es capaz de ordenar tu ejecución en cualquier momento, si llevas una camisa que no le gusta, por ejemplo, o si le viene en gana acostarse con tu mujer. Los ocho años siguientes, los años del cuadragésimo cuarto presidente, fueron también los años del reinado cada vez más errático y alarmante sobre nosotros del hombre que se hacía llamar Nerón Golden, y que en realidad no era rey, y al final de cuyo imperio hubo un enorme -y metafóricamente apocalíptico- incendio.

El viejo era bajo, hasta se podría decir que achaparrado, y llevaba el pelo -que seguía teniendo oscuro a pesar de su edad avanzada- repeinado hacia atrás para acentuar sus entradas de vampiro. Tenía unos ojos negros y de mirada penetrante, pero lo primero en lo que la gente se fijaba -y a menudo él se remangaba la camisa para asegurarse de que se fijaran- eran sus antebrazos, gruesos y fuertes como si hiciera lucha libre, y rematados por unas manos grandes y peligrosas y adornadas con voluminosos anillos de oro tachonados de esmeraldas. Había poca gente que le hubiera oído levantar la voz, pero no nos cabía duda de que dentro de él acechaba una enorme fuerza vocal a la que no convenía provocar. Llevaba ropa cara, pero tenía un aire estridente y animal que le recordaba a uno a la Bestia del cuento, incómoda con sus galas humanas. A todos los que lo teníamos de vecino nos daba bastante miedo, aunque él hacía unos esfuerzos enormes y torpes por ser sociable y buen vecino, agitando su bastón frenéticamente hacia nosotros e insistiendo en los momentos más inoportunos en que fuéramos a su casa a tomar cócteles. Cuando estaba de pie o caminaba iba un poco encorvado, como si estuviera en lucha constante con un fuerte viento que solamente podía sentir él, y que le hacía inclinar la espalda hacia delante, aunque no demasiado. Era un hombre poderoso; no, era más que eso: era un hombre profundamente enamorado de la idea de sí mismo como hombre poderoso. El bastón parecía tener un propósito más decorativo y expresivo que funcional. Cuando caminaba por los Jardines daba toda la impresión de estar intentando hacerse amigo nuestro. A menudo estiraba la mano para acariciar a nuestros perros o alborotar el pelo de nuestros hijos. Pero los niños y los perros se apartaban instintivamente de su mano. A veces, cuando yo lo miraba, me acordaba del monstruo del doctor Frankenstein, un simulacro de ser humano que jamás conseguía transmitir humanidad. Tenía la piel marrón como el cuero y al sonreír le centelleaban los empastes de oro. La suya era una presencia escandalosa y no del todo cortés, pero era inmensamente rico, de forma que, por supuesto, la gente lo aceptaba. Aun así, en nuestra comunidad de artistas, escritores y músicos del Lower Manhattan, no era, en términos generales, popular.

Tendríamos que haber adivinado que un hombre que se había puesto el nombre del último de los monarcas Julio-Claudios de Roma y luego se había instalado en una 'domus aurea' estaba reconociendo públicamente su propia locura, sus fechorías, su megalomanía y su inminente final trágico, y también riéndose en la cara de todo aquello; un hombre así estaba arrojando un guante a los pies del destino y chasqueando los dedos en la cara de la Muerte al acercarse ésta y gritándole: "¡Sí! ¡Compárame si quieres con aquel monstruo que roció a los cristianos de aceite y les prendió fuego para iluminar su jardín de noche! ¡Que tocó la lira mientras ardía Roma (en aquella época no había violines)! Sí, me he bautizado Nerón, de la casa de César, el último de su sangrienta estirpe: te lo puedes tomar como quieras. A mí simplemente me gusta el nombre". Estaba haciendo alarde de su maldad en nuestras mismas caras, regodeándose en ella, desafiándonos a que la viéramos, despreciando nuestra capacidad de comprensión, convencido de que podía derrotar con facilidad a cualquiera que se levantara contra él.

Llegó a la ciudad como si fuera uno de esos monarcas europeos caídos en desgracia, jefes de casas reales derrocadas que seguían usando los grandes títulos honoríficos a modo de apellido, "de Grecia", de "Yugoslavia" o "de Italia", y que trataban el lastimero prefijo 'ex' como si no existiera. Él no era exnada, decía su comportamiento; todo en él era majestuoso, sus camisas de cuello rígido, sus gemelos, sus zapatos ingleses a medida, su forma de caminar sin frenar hacia las puertas cerradas, convencido de que se iban a abrir para él; también su naturaleza recelosa, que le hacía reunirse cada día por separado con sus hijos para preguntarles qué decían sus hermanos de él; y sus coches, su afición a las mesas de juego, su servicio de ping-pong imposible de devolver, lo mucho que le gustaban las prostitutas, el whisky y los huevos rellenos con picante, o bien aquella frase que repetía a menudo, y que tanto usaban los gobernantes absolutistas, desde César hasta Haile Selassie: la única virtud que importaba era la lealtad. Cambiaba de teléfono móvil con frecuencia, no le daba su número a casi nadie y no contestaba cuando le sonaba. Se negaba a dejar entrar en su casa a periodistas o fotógrafos, aunque había un par de hombres de su grupo habitual de póquer que iban por allí a menudo, donjuanes de cabello plateado que a menudo lucían chaquetas de cuero marrones y fulares a rayas de colores vivos, y de quienes todo el mundo sospechaba que habían asesinado a sus ricas esposas, aunque en el caso de uno no se había llegado a formular ninguna acusación y en el del otro se habían desestimado los cargos.

Jamás hablaba del hecho de que su mujer hubiera desaparecido del mapa. Aunque tenía la casa repleta de fotografías, las paredes y las repisas de las chimeneas pobladas de estrellas del rock, premios Nobel y aristócratas, no había ni una sola imagen de la señora Golden, o como se hubiera llamado. Estaba claro que aquello sugería alguna desgracia, y nosotros cotilleábamos con descaro acerca de qué podía haber pasado, imaginando la magnitud y la osadía de las infidelidades de aquella mujer, evocándola como una especie de ninfómana de muy alta cuna, con una vida sexual más clamorosa que la de una estrella de cine, y con unos devaneos conocidos por absolutamente todo el mundo salvo su marido, cuyos ojos, cegados por el amor, continuaban contemplándola con adoración tal como él creía que era, la amante y casta esposa de sus sueños, hasta el día terrible en que sus amigos le contaron la verdad, llegaron todos juntos para contársela, ¡y cómo se enfureció él! ¡Cómo los insultó! Los llamó mentirosos y traidores, fueron necesarios siete hombres para refrenarlo y evitar que hiciera daño a quienes lo habían obligado a afrontar la realidad, y luego, por fin, la afrontó, la aceptó, expulsó a aquella mujer de su vida y le prohibió que volviera a ver jamás a sus hijos. Menuda bruja, nos dijimos los unos a los otros, creyéndonos gente de mundo, y la historia nos satisfizo, de forma que dejamos la cosa así, dado que estábamos más preocupados por nuestras cosas y únicamente nos interesaban los asuntos de N.J. Golden hasta cierto punto. Así que le dimos la espalda y seguimos con nuestras vidas.

Cuánto nos equivocábamos.

- 2.

¿Que es una buena vida? ¿Y cuál es su contrario? Son preguntas a las que cada persona da una respuesta distinta. En estos tiempos de cobardía que corren, negamos la grandeza de lo Universal y glorificamos nuestras Intolerancias locales, y por eso nunca conseguimos ponernos de acuerdo en gran cosa. En esta época degenerada, unos hombres entregados a la simple vanagloria y al beneficio personal -unos hombres vacíos y fanfarrones, para quienes nada está prohibido si beneficia a su mezquina causa- aseguran ser grandes líderes y benefactores y obrar en aras del bien común, y a todos los que se les oponen los llaman mentirosos, envidiosos, personajillos, estúpidos, 'agarrotados' y, dándole completamente la vuelta a la verdad, deshonestos y corruptos. Nos encontramos tan divididos, somos tan hostiles entre nosotros, nos mueven tanto la beatería y la burla y estamos tan perdidos en el cinismo que a nuestra pomposidad la llamamos idealismo, y nos sentimos tan desencantados con nuestros gobernantes, y tan dispuestos a burlarnos de las instituciones de nuestro estado, que la misma palabra 'bondad' ha quedado vacía de significado y necesita, quizá, ser dejada de lado durante un tiempo, igual que todas las demás palabras ya envenenadas: 'espiritualidad', por ejemplo, 'solución final', por ejemplo, y también (por lo menos cuando se aplica a los rascacielos y a las patatas fritas) 'libertad'.

Y sin embargo, en aquel frío día de enero de 2009 en que el enigmático septuagenario al que llegaríamos a conocer como Nerón Julio Golden llegó a Greenwich Village en una limusina Daimler acompañado de tres hijos varones y sin rastro alguno de esposa, él al menos sí que se mostró firme en su opinión de que había que valorar la virtud y distinguir los actos justos de los injustos.

- En mi casa de América -les dijo a sus atentos hijos a bordo de la limusina que los estaba llevando del aeropuerto a su nueva residencia-, la moral seguirá la regla de oro.

No especificó si con esto quería decir que la moralidad se valoraría por encima de todo, o bien si la riqueza determinaría la moralidad, o bien si él personalmente, con aquel nombre rutilante que se había puesto, sería el único juez de lo que estaba bien y lo que estaba mal, y los jóvenes Julios, siguiendo un hábito filial muy arraigado, tampoco le pidieron ninguna aclaración. (Ellos preferían el plural imperial "Julios" al simple "Golden": ¡no eran precisamente hombres humildes!). Sin embargo, el más joven de los tres, un indolente muchacho de veintidós años con cara de ángel furioso y una melena que le caía formando hermosas cadencias hasta los hombros, sí que le hizo una pregunta:

- ¿Qué vamos a decir -le preguntó a su padre- cuando quieran saber de dónde venimos?

La cara del viejo entró en un estado de vehemencia escarlata.

- Eso ya lo he contestado -les gritó-. Decidles que se vaya a la mierda el desfile de las identidades. Decidles que somos serpientes que mudamos de piel. Decidles que antes de venirnos al Lower Manhattan vivíamos en Carnegie Hill. Decidles que nacimos ayer. Decidles que nos hemos materializado por arte de magia, o bien que acabamos de llegar de las inmediaciones de Alfa Centauri a bordo de una nave espacial escondida en la cola de un cometa. Decidles que somos de ninguna parte o de todas o de cualquiera, que somos gente inventada, fraudes, reinvenciones, metamórficos o, en otras palabras, americanos. No les digáis el nombre del sitio del que nos hemos marchado. No pronunciéis nunca su nombre. Ni el de la calle ni el de la ciudad ni el del país. No quiero volver a oír esos nombres nunca.

Emergieron del coche en el antigua corazón del Village, en la calle Macdougal, un poco por debajo de Bleecker, cerca del café italiano que habían frecuentado antaño y que todavía se las apañaba para subsistir; y, sin hacer caso de las bocinas de los coches que tenían detrás ni de la palma extendida y suplicante de al menos un mendigo mugriento, dejaron la limusina con el motor encendido en medio de la calle y se dedicaron a sacar su equipaje tranquilamente del maletero -hasta el viejo insistió en llevar su propia maleta- y a llevarlo al grandioso edificio estilo Beaux-Arts que había en el lado este de la calle, la antigua mansión Murray, que en adelante pasaría a conocerse como la Casa Dorada. (Solamente parecía tener prisa el mayor de los hijos, el que odiaba salir al aire libre; llevaba puestas unas gafas de sol muy oscuras y se le veía una expresión ansiosa). De forma que llegaron tal como tenían intención de quedarse: por libre y mostrando una indiferencia despreocupada a las objeciones ajenas.

La mansión Murray, el más majestuoso de todos los edificios de los Jardines, se había pasado muchos años desocupada, con la única excepción de una época en que habían vivido en ella un empresario teatral italoamericano cincuentón famoso por su irritabilidad y su igualmente altiva -aunque mucho más joven- asistente y amante. Nosotros habíamos especulado a menudo sobre quién sería el propietario de la mansión, pero las feroces guardianas del edificio se negaban a satisfacer nuestra curiosidad. Pese a todo, aquéllos fueron años en que mucha gente superrica del mundo compraba propiedades simplemente para poseerlas, y se dedicaba a ir dejando casas vacías por todo el planeta como quien deja unos zapatos al fondo de un armario, de tal forma que dimos por sentado que debía de haber de por medio algún oligarca ruso o algún jeque del petróleo, nos encogimos de hombros y nos acostumbramos a tratar aquella casa vacía como si no estuviera allí. Solamente había otra persona adjunta a la casa, un afable manitas hispano llamado Gonzalo, al que las sargentas a cargo de la propiedad tenían contratado para cuidarla, y a veces, cuando a Gonzalo le sobraba un poco de tiempo, nosotros le pedíamos que viniera a nuestras casas para solucionarnos algún problema de cableado o de tuberías, o bien para que nos ayudara a limpiar de nieve los tejados y las entradas durante lo peor del invierno. Y él prestaba estos servicios, a cambio de pequeñas sumas de dinero en metálico que le poníamos discretamente dobladas en la mano, con una sonrisa en la cara.

El Distrito Histórico de los Jardines de Macdougal-Sullivan -para darles a los Jardines su nombre completo y grandilocuente- era el espacio encantado y libre de miedo en el que vivíamos y criábamos a nuestros hijos, un lugar donde retirarnos plácidamente del mundo desencantado y temeroso que había más allá de sus fronteras, y no poníamos disculpa alguna por amarlo tanto. Las casas originales estilo 'revival' griego que había entre Macdougal y Sullivan, construidas en la década de 1840, habían sido remodeladas al estilo 'revival' colonial en los años veinte por un equipo de arquitectos a sueldo de un tal señor William Sloane Coffin, empresario vendedor de muebles y alfombras, y había sido también en aquella época cuando los jardines de atrás de las casas se habían unido para formar los Jardines comunitarios, que limitaban al norte con la calle Bleecker, al sur con Houston, y estaban reservados para el uso privado de los residentes de las casas que los tenían detrás. La mansión Murray era una rareza, demasiado majestuosa en muchos sentidos para los Jardines, una elegante edificación de interés histórico construida para el prominente banquero Franklin Murray y su esposa Harriet Lanier Murray entre 1901 y 1903 por el estudio de arquitectos Hoppin y Koen, quienes, a fin de hacer sitio para ella, demolieron dos de las casas originales que habían levantado en 1844 los herederos del comerciante Nicholas Low. La diseñaron al estilo renacimiento francés para que fuera al mismo tiempo lujosa y moderna, un estilo con el que Hoppin y Koen tenían una experiencia considerable, obtenida rimero en la École des Beaux-Arts y después durante el periodo que pasaron trabajando para McKim, Mead y White. Tal como descubriríamos más adelante, Nerón Golden había sido el propietario de la casa desde principios de los años ochenta. Hacía tiempo que en los Jardines se rumoreaba en voz baja que el propietario iba y venía y pasaba quizá un par de días al año en la casa, pero ninguno de nosotros lo había visto nunca, aunque a veces por las noches había luces encendidas en más ventanas de las habituales y, en muy contadas ocasiones, se veía una sombra recortándose contra una persiana, todo lo cual provocó que los niños del lugar decidieran que la casa estaba encantada y dejaran de acercarse a ella.

Así pues, ésa era la casa cuyas amplias puertas delanteras permanecieron abiertas aquel día de enero mientras la limusina Daimler expelía a los hombres de la familia Golden, el padre y los hijos. En el umbral los esperaba el comité de bienvenida, las dos sargentas al cuidado de los asuntos de Nerón, que lo habían preparado todo para la llegada de su amo. Nerón y sus hijos pasaron al interior y encontraron el mundo de mentiras que habitarían a partir de aquel día; no una residencia nuevecita y ultramoderna destinada a que una familia rica de extranjeros la hiciera suya de forma gradual, a medida que se desarrollaban sus nuevas vidas, se afianzaban sus contactos con la nueva ciudad y se multiplicaban sus experiencias, ¡no!, sino más bien un sitio en el que el Tiempo se había congelado durante veinte años o más, un Tiempo que miraba con su típica indiferencia las sillas Biedermeier desgastadas, las alfombras en lento proceso de decoloración y las lámparas de lava estilo 'revival' años sesenta, y que contemplaba con expresión vagamente socarrona la galería de retratos que los fotógrafos más en boga habían hecho de Nerón Golden en su juventud acompañado de un surtido de figuras del Lower Manhattan, René Ricard, William Burroughs, Deborah Harry, así como diversos líderes de Wall Street y antiguas familias de la Guía de Sociedad, portadoras de nombres sagrados como Luce, Beekman y Auchincloss. Antes de comprar aquella casa, el viejo había sido propietario de un loft bohemio de techos altos, trescientos metros cuadrados en la esquina de Broadway con la calle Great Jones, y en su ya lejana juventud hasta se le había permitido rondar por los márgenes de la Factory, sentarse agradecido y sin que nadie le hiciera caso en el rincón de los chicos ricos, junto con Si Newhouse y Carlo De Benedetti; pero de soy ya hacía mucho tiempo. La casa contenía recuerdos de aquella época y también de sus visitas posteriores durante los años ochenta. Gran parte del mobiliario había estado desde entonces en un almacén, y la reaparición de aquellos objetos de una vida anterior tenía cierto aire de exhumación, e implicaba una continuidad que las historias personales de los residentes no poseían. De forma que aquella casa siempre nos pareció una especie de hermosa falsificación. Entre nosotros nos decíamos en voz baja las palabras de Primo Levi: "He aquí el fruto más inmediato del exilio y del desarraigo: el dominio de lo irreal sobre lo real".

No había nada en la casa que sugiriera de dónde venían aquellos hombres, y los cuatro se mostraban obstinadamente reacios a revelar nada de su pasado. Pero la información siempre se acaba filtrando, es inevitable, y con el paso del tiempo averiguamos su historia y envolvimos sus ficciones con las nuestras. A pesar de que todos tenían una tez bastante clara, desde el hijo menor de piel lechosa hasta el viejo y correoso Nerón, todo el mundo tenía claro que no eran "blancos" al modo convencional. Su inglés era inmaculado y tenía acento británico, y era casi evidente que habían estudiado en Oxford o Cambridge, de forma que al principio la mayoría de nosotros dimos por sentado erróneamente que el país que no podía ser nombrado era la Inglaterra multicultural, y que su ciudad multirracial de origen era Londres. Tal vez fueran libaneses, o armenios, o londinenses del sudeste asiático, conjeturábamos, o incluso del Mediterráneo europeo, lo cual explicaría sus fantasías romanas. ¿Qué terrible injusticia se les habría infligido allí, qué espantosas afrentas habrían soportado, para ahora esforzarse tanto en renegar de sus orígenes? En fin, para la mayoría de nosotros aquello era un asunto privado de ellos, y estuvimos dispuestos a dejar la cosa como estaba hasta que ya no fue posible. Y cuando llegó aquel momento, entendimos que nos habíamos estado formulando las preguntas equivocadas.

El hecho de que les funcionara la farsa de aquellos nombres recién adoptados, por no hablar de que lo hizo durante dos mandatos presidenciales enteros, y de que nosotros -sus nuevos vecinos y conocidos- aceptáramos sin reservas aquellas identidades americanas inventadas y afincadas en su palacio de ilusiones dice mucho de América en sí, y más todavía de la fuerza de voluntad con que ellos habitaban aquellas identidades camaleónicas, que los convertía, a ojos de todos nosotros, en lo que fuera que ellos dijeran ser. Visto con la perspectiva que da el tiempo, uno no puede evitar maravillarse ante la ambición de su plan, ante la compleja red de detalles que debieron de tener que cuidar, los pasaportes, los documentos estatales de identidad, los carnets de conducir, los números de la seguridad social, los seguros médicos, las falsificaciones, los tratos y los sobornos, y ante lo difícil que debió de resultar todo, y ante la furia o quizá el miedo que debió de impulsar todo aquel plan magnífico, complejo y ridículo. Tal como descubrimos más adelante, el viejo se había pasado quizá una década y media trabajando en aquella metamorfosis antes de poner su plan en marcha. De haber sabido esto, habríamos entendido que allí se estaba escondiendo algo muy grande. Pero no lo sabíamos. De momento, para nosotros eran simplemente el rey inventado a sí mismo y sus príncipes 'soi-disant', viviendo en la joya arquitectónica del barrio.

Y la verdad es que no resultaban tan extraños. En América la gente tenía los nombres más variopintos. A lo largo y ancho del listín telefónico, en los tiempos en que había listines telefónicos, el exotismo regía las nomenclaturas. ¡Huckleberry! ¡Dimmesdale! ¡Ichabod! ¡Ahab! ¡Fenimore! ¡Portnoy! ¡Drudge! Por no mencionar las docenas, centenares y miles de apellidos relacionados con el oro: Gold, Goldwater, Goldstein, Finegold, Goldberry. Los americanos también decidían constantemente cómo querían que los llamaran y quiénes querían ser, abandonando sus orígenes como Gatz para convertirse en pudientes Gatsbys y perseguir unos sueños llamados Daisy o quizá simplemente América. Samuel Goldfish (otro apellido dorado) se había convertido en Samuel Goldwyn, los Aertzoon habían pasado a ser los Vanderbilt y el tal Clemens ahora se llamaba Twain. Y muchos de nosotros, en calidad de inmigrantes -o bien nuestros padres o abuelos-, habíamos elegido dejar atrás nuestro pasado igual que estaban haciendo ahora los Golden, animando a nuestros hijos a hablar inglés en vez del viejo idioma del país de origen: hablar, vestirse y actuar como americanos, 'ser' americanos. Las cosas de antes las escondíamos en un sótano, o bien las tirábamos, o las perdíamos. Y en nuestras películas y cómics -en esos cómics en los que se han convertido nuestras películas-, ¿acaso no celebramos a diario, acaso no 'honramos', la idea misma de la Identidad Secreta? Clark Kent, Bruce Wayne, Diana Prince, Bruce Banner, Raven Darkhölme, os amamos. Puede que antaño la identidad secreta fuera una noción francesa -el ladrón Fantômas y también el fantasma de la Ópera-, pero hoy en día ya ha echado unas raíces profundas en la cultura americana. Si nuestros nuevos amigos querían ser césares, nos parecía bien. Tenían un gusto excelente, una ropa excelente y un inglés excelente, y no eran más excéntricos que, por ejemplo, Bob Dylan o mucha otra gente que había residido un tiempo en nuestro vecindario. De forma que aceptábamos a los Golden porque eran aceptables. Ahora eran americanos.

Pero por fin las cosas empezaron a salir a la luz. Éstas eran las cusas de su caída: una disputa entre hermanos, una metamorfosis inesperada, la llegada a la vida del viejo de una hermosa y decidida joven, y un asesinato. (Más de un asesinato). Y, muy lejos, en el país que no tenía nombre, por último, una labor decente de espionaje.

(Traducción de Javier Calvo, Seix Barral, Planeta de Libros)