Primeras páginas de 'El juego favorito' de Leonard Cohen

- Prólogo (Ray Loriga).

Comparezco aquí para pagar una deuda. Para intentar pagarla, en realidad, como la rata que unos niños llamados Breavman y Krantz se prestaron el uno al otro y que no regresó a manos de su dueño sino muerta. Pero no les voy a contar la novela, y evitaré en adelante la tentación de citarla, lo cual es muy difícil además de tentador, pero necesario. Al fin y al cabo lo que pudiese citar fuera de su natural circunstancia está dentro de este libro, incluidos esos dos amigos de la infancia, en delicado y certero contexto.

De niño nunca leí los prólogos antes de terminar los libros a no ser que fuesen escritos por el propio autor; sigo sin hacerlo, pero eso no los convierte en epílogos, ni siquiera en ultílogos. Los convierte sencillamente en prólogos redactados por otro autor, leídos luego. Lo cual es otra cosa. Pero venía, decía, a pagar una deuda, o a tratar de pagarla.

En 1992 ó 1993, vaya usted a saber, ya que los años de juventud se juntan en la memoria gracias a esa mezcla de ilusión, intransigencia, ansiedad, dramatismo y Dios sabe cuantas cosas más, estaba yo tratando de escribir una segunda novela cuando di precisamente con este libro (es un decir, un buen amigo me lo prestó, como otra de esas ratas que van de mano en mano en el mundo de los niños) y no les voy a decir que cambió mi vida, de eso Cohen no tiene culpa alguna, pero sí (y ese es un sí fehaciente) que me ayudó a soñar con escribir, o mejor dicho a conseguir que escribir dejase de ser un sueño. Otra vez.

De esto último tampoco tiene la culpa Cohen, vaya por delante o por detrás. Ni pretendo ponerme a su altura.

Lo diré con menos palabras, o con sólo una: técnica.

El señor Cohen, me deslumbró y ayudó con su técnica. Conseguir (él lo consigue) una novela fragmentaria y coherente la requiere, y una muy precisa. Una suerte de coreografía que danza alrededor y a través de una hoguera sin abrasar a su cuerpo de baile.

En esta memoria activa y virulenta del pasado inmediato, niñez, adolescencia y juventud se reunían, se reúnen, en una precisa escritura, habilidades literarias nada comunes. Como conseguir por ejemplo que las huellas encajen con los pasos, aun cuando su presencia en la página alterne su sonido y su visibilidad.

Lo que consigue Cohen, y consigue Proust, por poner un ejemplo instalado con justicia en la memoria lectora, es devolver a cada cosa, a cada instante, el brillo que tuvo en el pasado. Y cuando escribo brillo me refiero a la intensidad que impregnó ese recuerdo, sea dolor, deseo, dulzura, crueldad, desprecio, miedo, extrañeza o desconcierto, y el resto de las mil causas imprecisas que condenan y a la vez -curiosa paradoja- salvan un recuerdo.

Nadie como pescado podrido.

Todo por fin vivo de nuevo en el pulso de una sola voz. Vivo en su fraseo, en la firma marca de cada palabra escrita, en el ritmo, orden y tono adecuados. Vivo y por lo tanto vivible, emocionante, compartido y comprensible.

Como una incisión, su herida y su cicatriz.

Venía a pagar una deuda, y al releer la novela he contraído otra.

Supongo que soy también un poco judío.

O que me gustaría serlo.

Supongo que Cohen se ríe.

Tal vez no.

¿Quién sabe?

Por lo demás. Encontrarán aquí todo lo importante: Europa, América, pasado, futuro, campos de concentración, juegos hermosos y otros malditos. Conceptos de clase y clases de ideas. Niñas y niños, hombres y mujeres, atados y desatados por el sexo. Amistades, lealtades, traiciones e impresiones.

Y, por supuesto, Mont Royal y un par de ratas muertas.

Y un gran escritor que decidió en la isla de Hydra no hacer muchas más novelas y ponerse a hacer canciones.

Le doy las gracias por la última decisión, y me niego a dárselas por la primera.

***

A mi madre


"Así como la niebla no deja huella
en la colina verde oscuro,
mi cuerpo no deja huella
en el tuyo, y nunca lo hará.
Cuando viento y cellisca se encuentran,
¿qué queda por conservar?
Así, tú y yo nos encontramos,
después, nos damos la espalda y caemos dormidos.
Como tantas noches resisten
sin luna ni estrella alguna,
resistiremos nosotros
cuando uno de los dos se haya ido lejos".

- Libro I.

- 1.

Breavman conoce a una muchacha llamada Shell cuyas orejas fueron perforadas para que pudiera llevar largos pendientes afiligranados. Las punciones se le infectaron y ahora tiene una diminuta cicatriz en cada lóbulo. Él las descubrió detrás de su cabello.

Una bala irrumpió en la carne del brazo de su padre cuando salía de una trinchera. Para un hombre que padece trombosis coronaria, resulta consolador llevar una herida producida en combate.

En la sien derecha, Breavman tiene una cicatriz que le plantó Krantz con una pala. Problemas con un muñeco de nieve. Krantz quería usar pedazos de carbón para los ojos. Breavman estaba, y sigue estando, en contra del uso de materiales foráneos para decorar los muñecos de nieve. Nada de bufandas de lana, gorros ni gafas. En la misma vena, no aprueba que se inserten zanahorias en la boca de las calabazas talladas, ni que se les claven orejas de pepino.

Su madre consideraba que todo su cuerpo era una cicatriz crecida sobre una perfección anterior que buscaba en espejos, ventanas y tapacubos.

Los niños muestran sus cicatrices como medallas. Los amantes las usan como secretos que revelar. Una cicatriz es lo que ocurre cuando la palabra se hace carne.

Exhibir una herida, la orgullosa cicatriz de un combate, es fácil. Mostrar un grano es difícil.

- 2.

La joven madre de Breavman perseguía arrugas con las dos manos y un espejo de aumento.

Cuando encontraba una, consultaba una fortaleza de aceites y cremas desplegados sobre una bandeja de cristal y suspiraba. Sin fe, ungía la arruga.

- Esta no es mi cara, mi verdadera cara.

- ¿Dónde está tu verdadera cara, madre?

- Mírame. ¿Es este mi aspecto?

- ¿Dónde está? ¿Dónde está tu verdadera cara?

- No sé, en Rusia, cuando era niña.

Él extrajo el inmenso atlas del anaquel y cayó con él. Tamizó páginas como un buscador de oro hasta que la encontró, toda Rusia, pálida e inmensa. Se arrodilló sobre las distancias hasta que se le nublaron los ojos e hizo que los lagos y ríos y nombres se convirtieran en una cara increíble, borrosa y bella y fácil de perder.

La criada tuvo que llevárselo a cenar a rastras. El rostro de una dama flotaba por encima de los cubiertos de plata y la comida.

- 3.

Su padre vivía sobre todo en la cama o en una tienda de oxígeno del hospital. Cuando estaba en pie y en movimiento, mentía.

Cogió su bastón sin virola de plata y llevó a su hijo al monte Royal. Ahí estaba el antiguo cráter. Dos cañones de piedra y hierro reposaban en la suave hondonada de hierba que fuera un pozo de lava hirviente. Breavman quería demorarse en la violencia.

- Regresaremos cuando esté mejor.

Una mentira.

Breavman aprendió a dar palmadas en el morro a los caballos atados frente al Chalet, a ofrecerles terrones de azúcar abriendo bien la palma de la mano.

- Un día saldremos a montar a caballo.

- Pero si apenas puedes respirar.

Esa tarde su padre se derrumbó sobre el mapa con banderas donde seguía el curso de la guerra, buscando a tientas las ampollas que rompía e inhalaba.

- 4.

Aquí, una película llena de los cuerpos de su familia.

Su padre apunta con la cámara a sus hermanos, altos y serios, con flores en las oscuras solapas, que se acercan demasiado y entran en el reino de lo borroso.

Sus esposas parecen formales y tristes. Su madre da un paso atrás, instando a sus tías a entrar en el plano. Al fondo de la pantalla, su sonrisa y sus hombros se desmoronan. Cree que está fuera de campo.

Para estudiarla, Breavman detiene la película, y la creciente mancha anaranjada que produce al fundirse se come el rostro de su madre.

Su abuela está sentada entre las sombras del balcón de piedra, y sus tías le presentan bebés. Un juego de té de plata refulge ricamente en tecnicolor primitivo.

Su abuelo pasa revista a una fila de niños, pero se detiene en medio de una cabezada de aprobación, devorado por una llamarada técnica anaranjada.

En sus esfuerzos por conocer la historia, Breavman está mutilando la película.

Breavman y sus primos libran pequeñas batallas caballerosas. Las niñas hacen reverencias. Se invita a los niños a cruzar de un salto el camino de baldosas, uno por uno.

Un jardinero, tímido y agradecido, es llevado a la luz del sol para ser inmortalizado junto a sus superiores.

Un batallón de esposas es empujado hacia delante y queda diezmado por los bordes de la pantalla. Su madre es una de las primeras en desaparecer.

De pronto la imagen es de zapatos y hierba borrosa; su padre se tambalea en medio de un nuevo ataque.

- ¡Ayuda!

Rollos de celuloide arden a sus pies. Zapatea hasta que lo salvan la niñera y la criada, y su madre lo castiga.

La película prosigue día y noche. Ten cuidado, sangre, ten cuidado.

- 5.

Los Breavman habían fundado, y presidían, la mayor parte de las instituciones que hacen que la comunidad judía de Montreal sea hoy una de las más poderosas del mundo.

En la ciudad cuentan este chiste: los judíos son la conciencia del mundo, y los Breavman son la conciencia de los judíos.

- Y yo soy la conciencia de los Breavman -añade Lawrence Breavman-. En realidad somos los únicos judíos que quedamos; me refiero a supercristianos, ciudadanos destacados con pichas cortadas.

El sentimiento que predomina en la actualidad, si alguien se toma la molestia de expresarlo, es que los Breavman están en decadencia.

- Tened cuidado -les advierte Lawrence Breavman a sus primeros ejecutivos- o vuestros hijos hablarán con acento.

Hace diez años, Breavman compiló el Código de Breavman: "Somos caballeros victorianos de convicción hebrea".

Aunque no podríamos jurarlo, tenemos la razonable certeza de que cualquier otro judío que disponga de dinero lo obtuvo en el mercado negro.

No queremos unirnos a clubes cristianos ni debilitar nuestra sangre con matrimonios mixtos. Queremos ser considerados pares, unidos por la clase, la educación y el poder, diferenciados por los rituales domésticos.

Nos negamos a cruzar la línea de la circuncisión.

Nos civilizamos antes y bebemos menos que vosotros, repugnante caterva de borrachos sanguinarios.

- 6.

Una rata tiene más vida que una tortuga.

Las tortugas son lentas, frías, mecánicas, casi un juguete, una concha con patas. Sus muertes no cuentan. Pero una rata blanca es móvil y tibia en su envoltura de piel.

Krantz tenía la suya en una radio vacía. Breavman tenía la suya en una honda lata de miel. Krantz se fue de vacaciones y le pidió a Breavman que le cuidara la suya. Breavman la puso junto a la suya.

Alimentar ratas da trabajo. Hay que bajar al sótano. Durante un tiempo, se olvidó. Pronto no quiso pensar en la lata de miel y evitó las escaleras del sótano.

Al fin bajó, y había un olor espantoso que salía de la lata. Deseó que aún estuviese llena de miel. Miró dentro, y una de las ratas se había comido casi todo el abdomen de la otra. No le importaba cuál era la suya. La rata viva saltó hacia él, y entonces se dio cuenta de que estaba loca.

Sosteniendo la lata muy lejos de sí, por el hedor, la llenó de agua. La muerta flotó, mostrando el agujero entre las costillas y las patas traseras. La viva arañaba las paredes de la lata.

Lo llamaron para comer. El primer plátano era tuétano. Su padre lo sacaba del hueso con unos golpecitos. Procedía del interior de un animal.

Cuando volvió a bajar, ambas flotaban. Vació la lata en el camino de entrada y tapó todo con nieve. Vomitó y también tapó eso con nieve.

Krantz enfureció. Quería, por lo menos, celebrar un funeral, pero no encontraron los cuerpos porque habían caído algunas nevadas intensas.

Cuando llegó la primavera, atacaron las islas de nieve sucia del camino de entrada. Nada. Krantz dijo que, tal como estaban las cosas, Breavman le debía dinero por la rata blanca. Le había prestado la suya y no le había devuelto nada, ni siquiera un esqueleto. Breavman dijo que los hospitales no pagan nada cuando alguien muere en ellos. Krantz dijo que cuando le prestas una cosa a alguien y esa persona la pierde, tiene que pagarla. Breavman dijo que si tiene vida no es una cosa y que además, al cuidar de ella, le estaba haciendo un favor. Krantz dijo que menudo favor era matar una rata, y pelearon sobre la grava húmeda. Luego fueron al centro y se compraron ratas nuevas.

La de Breavman escapó y se fue a vivir a un armario, bajo las escaleras. Él veía sus ojos con una linterna. Durante unos cuantos días puso trigo ante la puerta, que luego aparecía mordisqueado, pero pronto dejó de tomarse esa molestia.

Cuando llegó el verano y se quitaron postigos y mamparas, uno de los hombres descubrió un pequeño esqueleto. Tenía adheridos mechones de pelo. Lo tiró en un cubo de basura.

Cuando el hombre se fue, Breavman lo sacó y corrió a casa de Krantz. Dijo que era el esqueleto de la primera rata y que Krantz podía celebrar un funeral, si quería. Krantz dijo que no quería un viejo esqueleto maloliente, que tenía una viva. Breavman dijo que muy bien, pero que tenía que admitir que ya estaban en paz. Krantz lo admitió.

Breavman la sepultó bajo los pensamientos; cada día, su padre cortaba uno para ponérselo en el ojal. Breavman adquirió un nuevo interés en olerlos.

- 7.

Regresa, severa Bertha; regresa y engatúsame para que suba al árbol de la tortura. Aléjame de los dormitorios de mujeres fáciles. Cóbrate lo que te pertenece. La muchacha a la que poseí anoche traiciona al hombre que le paga el alquiler.

Así invocaba Breavman el espíritu de Bertha muchas mañanas de sus veintitantos años.

Entonces sus huesos vuelven a adquirir el grosor de los de un pollo. Su nariz retrocede de su impresionante prominencia semítica a la oscuridad gentil de la infancia. Los años se llevan su vello corporal como lo hace el viento con un oasis malhadado. Se torna lo suficientemente ligero para colgarse de los peldaños improvisados y de las ramas del manzano. Los japos y los alemanes son los malos.

- ¿Tocas ahora, Bertha?

La ha seguido hasta las ramas más inseguras del árbol.

- ¡Más alto! -exige ella.

Hasta las manzanas tiemblan. El sol incide en su flauta y durante un momento convierte en cromo la madera pulida.

- ¿Y ahora?

- Antes tienes que decir algo sobre Dios.

- Dios es un imbécil.

- Oh, eso no es nada. No pienso tocar a cambio de eso.

El cielo es azul, las nubes se mueven. Unas millas por debajo de él, en el suelo, se pudre la fruta.

- Me hago en Dios.

- Algo terrible, horriblemente sucio, aterrador. La verdadera palabra.

- ¡Me cago en Dios!

Espera que el ígneo viento lo arranque de la rama y lo deje descuartizado sobre la hierba.

- ¡Me cago en DIOS!

Breavman divisa a Krantz, que está tumbado junto a una manguera enrollada, sacando de entre bucles una pelota de béisbol.

- Eh, Krantz, escucha esto. ¡ME CAGO EN DIOS!

A Breavman, su voz nunca le había parecido tan pura. El aire es un micrófono.

Bertha altera su frágil posición para pegarle en la mejilla con la flauta.

- ¡Malhablado!

- Ha sido idea tuya.

En nombre de la fe, ella vuelve a golpearle y desprende manzanas cuando va cayendo por entre el ramaje. Mientras cae, no se oye su voz.

Krantz y Breavman la contemplan un segundo, retorcida en una postura que jamás podría adoptar en un gimnasio. Sus gafas de montura de acero, indemnes, anestesian aún más su soso rostro sajón. Una afilado hueso del brazo ha escapado de su piel.

Después de la ambulancia, Breavman susurra:

- Krantz, hay algo especial en mi voz.

- No, no lo hay.

- Sí que lo hay. Puedo hacer que ocurran cosas.

- Estás chiflado.

- ¿Quieres oír mis resoluciones?

- No.

- Prometo no hablar durante una semana. Prometo aprender a tocar. De ese modo, el número de personas que saben tocar se mantendrá constante.

- ¿Y eso de qué sirve?

- Es obvio, Krantz.

- 8.

Su padre decidió levantarse de su sillón.

- ¡Te estoy hablando, Lawrence!

- Te está hablando tu padre, Lawrence -interpretó su madre.

Breavman intentó una última, desesperada, pantomima.

- Oye como respira tu padre.

El mayor de los Breavman calculó el dispendio de energía, asumió el riesgo, cruzó la cara de su hijo de un revés.

Sus labios no se hincharon tanto como para impedirle practicar "Old Black Joe".

Dijeron que ella viviría. Pero él no ha renunciado. Será un intérprete adicional.

- 9.

Los japos y los alemanes eran enemigos hermosos. Tenían dientes caballunos o cureles monóculos y daban órdenes en un inglés tosco con mucha saliva. Comenzaron la guerra porque estaba en su naturaleza.

Los barcos e la Cruz Roja deben ser bombardeados; todos los paracaidistas, ametrallados. Sus uniformes eran rígidos y estaban decorados con calaveras. No dejaban de comer y reían cuando se les suplicaba misericordia.

No hacían nada bélico sin un primer plano de pervertido regocijo.

Lo mejor de todo era que torturaban. Para obtener secretos, para hacer jabón, para escarmentar a pueblos de héroes. Pero más que nada, torturaban por diversión, porque estaba en su naturaleza.

Tebeos, películas, programas de radio centraban su atractivo en el hecho de la tortura. Nada fascina tanto a un niño como un relato de tortura. Con la más limpia de las conciencias, con patriótica intensidad, los niños soñaban, hablaban, interpretaban orgías de abusos físicos. La imaginación quedaba libre para errar en una misión de reconocimiento que la llevaba del Calvario a Dachau.

Los niños europeos pasaban hambre y veían cómo sus padres trapicheaban y morían. Aquí nos criamos con látigos de juguete. Una temprana advertencia sobre nuestros futuros dirigentes, los bebés de la guerra.

- 10.

Tenían a Lisa, tenían el garaje, necesitaban cordel, cordel rojo para que hiciera de sangre.

No podían entrar en el hondo garaje sin cordel rojo.

Breavman recordó un ovillo.

El cajón de la cocina es un paso anterior al cubo de la basura, que es un paso anterior al cubo de la basura exterior, que es un paso anterior a los camiones de la basura automáticos de caparazón de armadillo, que es un paso anterior a los misteriosos y hediondos montones de basura a orillas del San Lorenzo.

- ¿Quieres un rico vaso de leche con cacao?

Deseó que su madre respetara las prioridades.

Oh, es un cajón de cocina de lo más perfecto, incluso cuando tienes una prisa desesperada.

Junto a la caja de cordeles enmarañada hay cabos de vela de años de noches de sabbat, conservados en ahorrativa anticipación de huracanes, llaves de bronce de cerraduras que ya se han cambiado (cuesta tirar algo tan preciso y elaborado como una llave de metal), rectos plumines con tinta incrustada en la punta, que podrían limpiarse si alguien se tomara la molestia de hacerlo (instruía su madre a la criada), mondadientes que nadie usaba (especialmente para mondarse los dientes), las tijeras rotas (las nuevas se guardaban en otro cajón; diez años más tarde, aún se referían a ellas como "las nuevas"), arandelas de goma usadas para hacer conservas caseras (tomates encurtidos, verdes, malignos, de piel turgente), pomos, tuercas, todos los residuos hogareños que la avaricia preserva.

Tantea a ciegas en la caja de los cordeles, porque el cajón nunca se abre del todo.

- ¿Un bizcochito, una rica porción de tarta de miel, hay una caja entera de merengues?

¡Ah! Rojo brillante.

Los verdugones danzan sobre el cuerpo imaginario de Lisa.

- Fresas -dice su madre a modo de adiós.

Los niños entran en garajes, graneros, buhardillas, de una manera determinada, la misma que emplean para entrar en grandes recintos y capillas familiares. Garajes, graneros y buhardillas siempre son más antiguos que los edificios a los que están adosados. Tienen el aire oscuro y reverente de inmensos cajones de cocina. Son museos amigables.

Dentro estaba oscuro, olía a aceite y a hojas del año anterior, que se rompían al caminar sobre ellas. Pedazos de metal, los bordes de palas y latas, refulgían húmedamente.

- Tú eres el americano -dijo Krantz.

- No, no lo soy -dijo Lisa.

- Tú eres el americano -dijo Breavman-. Dos contra uno.

El fuego antiaéreo de Breavman y Krantz era muy intenso. Lisa cruzó la oscuridad en una osada maniobra, con los brazos extendidos.

- Eheheheeheheh -tartajeaban sus ametralladoras.

La alcanzaron.

De manera espectacular, se zambulló de morro, se salvó en el último momento. Meciéndose sobre uno y otro pies, bajó del cielo flotando, mirando hacia abajo, sabiendo que estaba perdida.

Es una bailarina perfecta, pensó Breavman.

Lisa miró cómo se acercaban los krauts.

- Achtung. Heil Hitler! Eres prisionera del Tercer Reich.

- Me he tragado los planos.

- Tenemos métodos.

La llevaron al catre, donde se tumbó boca abajo.

- Solo en el trasero.

Caray, son blancas, son totalmente blancas.

Sus nalgas recibieron azotes indoloros de cordel rojo.

- Date la vuelta -ordenó Breavman.

- La regla era que solo en el trasero -protestó Lisa.

- Eso fue la última vez -arguye Krantz, el legalista.

También le hicieron quitarse la parte superior del vestido, y el catre desapareció de debajo de ella, que flotó en la penumbra otoñal del garaje, a dos pies del suelo de piedra.

Oh, vaya, vaya, vaya.

Cuando le llegó el turno, Breavman no la azotó. De cada poro de Lisa brotaban flores blancas.

- ¿Qué le pasa? Me voy a vestir.

- El Tercer Reich no tolerará la insubordinación -dijo Krantz.

- ¿La sujetamos? -dijo Breavman.

- Hará mucho ruido -dijo Krantz.

Una vez fuera del juego, los hizo volverse mientras se ponía el vestido. La luz del sol que dejó entrar al salir convirtió el garaje en garaje. Se quedaron sentados en silencio; el látigo rojo, perdido.

- Vamos, Breavman.

- Es perfecta, ¿no Krantz?

- ¿Qué tiene de perfecto?

- La has visto. Es perfecta.

- Hasta luego, Breavman.

Breavman lo siguió al patio.

- Es perfecta, Breavman, ¿no la has visto?

Krantz se tapó los oídos con los índices. Pasaron por delante del Árbol de Bertha. Krantz echó a correr.

- Era realmente perfecta, tienes que reconocerlo, Krantz.

Krantz aceleró.

- 11.

Uno de los primeros pecados de Breavman fue echar un vistazo al revólver a hurtadillas. Su padre lo guardaba en la mesilla de noche que separaba su cama de la de su esposa.

Era un inmenso 38 en una gruesa funda de cuero. Nombre, rango y regimiento estaban grabados en el cañón. Letal, anguloso, preciso, incandescente de pe...

(Lumen, Me gusta leer)